En lo que
va del viaje, un mes apenas, viví una experiencia que me puso cara a cara con
mis conocimientos médicos. Fue en el mercado de Cusco.
Allí se promocionaba un menú
tentador, que consistía en una sopa de fideos, lomo salteado como segundo plato
y un té de menta acompañando. Todo esto por tan sólo 4 soles, lo que equivale a
10 pesos argentinos aproximadamente.
Nadie me avisó que en dichos
platos o en alguno de sus condimentos habitaba hace mucho tiempo creo yo, uno
de los seres vivos más pequeños del planeta, tan pequeñito que no se ve a
simple vista, hace falta utilizar un microscopio.
Estoy hablando de la señora
Bacteria, y lo escribo con mayúsculas. Debió haber estado tanto tiempo allí, en
mi comida, que hasta se dió el lujo de producir mucha toxina, de esa que
desafía hasta el intestino más sano.
El efecto fue inmediato. Apenas
terminé con el último bocado, mis tripas comenzaron a moverse a un ritmo
acelerado. Sentía un grupo de percusión dentro mío. A Karadjian dirigiendo la
séptima sinfonía de Beethoven en mis entrañas.
Traté de disimular porque estaba
con unos amigos pero instantáneamente el disimulo se transformó en
desesperación. Algo quería salir de todos modos, a pesar del esfuerzo que
estaba haciendo por contraer todas mis puertas de escape.
Fruncí el entrecejo, inflé los
cachetes como si fuera a soplar, flexioné el tronco para apretar el abdomen y
salí corriendo a través del mercado, esquivando un mundo de gente gritando sus ofertas.
Las gotas de sudor descendían por mis mejillas
y un escalofrío estremeció todo mi cuerpo contraído. Traté de no pensar pero mi
cerebro ya había mandado su orden: “Evacuar”.
Recé a todos los dioses y santos en los que no
creo, pedí a la energía inca que existe en estas tierras peruanas que me ayude
a retener, que no deje que me rinda. Desde lo más profundo de mi ser grité las
únicas 4 letras que podían ayudarme, y que forman la palabra sagrada: B-A-Ñ-O.
A lo lejos divisé uno, pero me dijeron que ahí
no había, que vaya al frente. Mi entendimiento no estaba dispuesto a descifrar
las coordenadas que los vendedores del mercado intentaban darme con el afán de
ayudarme: “Vaya arribita nomás”, “Camine derecho y gire a la izquierda en el
primer semáforo”, “Siga hasta el fondo de la calle, allí va a ver un barcito
llamado…”. ¡Sean más explícitos por favor que en cualquier momento las
compuertas del dique se abren y se inunda la ciudad!
Cuando por fin encontré aquel oasis de
inodoros, viví en compañía de un rollo de papel higiénico quizás la experiencia
de liberación más arrolladora del viaje. No me importó que hubiese que pagar 50
centésimos, fue la plata mejor gastada. Tampoco me detuvieron las condiciones
en las que se encontraba aquel templo de letrinas. Me refiero a las condiciones
sanitarias. A mí las paredes de azulejos blancos me parecieron de oro.
¡Lástima que sos microscópico estafilococo
productor de enterotoxina, sino te hubiese agarrado a los golpes sin piedad! Te
hubiese zamarreado del cuello hasta dejarte sin aliento. ¿Por qué me disparaste
aquella toxina en un acto completamente premeditado?
Pero después de la angustia vino la calma, así
como luego de la lluvia sale el sol y los pajaritos vuelven a cantar. Tal vez
haya sido necesario experimentar este infierno, con tal de estar en este
momento con una sensación de alivio que me envuelve y me eleva hacia el cielo
celeste de Cusco.
INCREIBLEEEE, mejor redactado imposibleee, que risa amigoo gracias por compartir esta experiencia tan vibrantee!
ResponderBorrarque linda experiencia!!! mentiiiiiiiiiiira...
ResponderBorrararribita no mas!!! excelente Dani excelente!!!