Llegó el domingo, día de las
pastas, y con él empezó uno de los meses más lindos del año, Septiembre. Ese
día decidimos levantarnos temprano, 6:30 de la mañana, y dirigirnos a la plaza
de armas de Cusco, ombligo del mundo, la ciudad más importante del imperio
inca, que no fue tal, porque imperio es una palabra europea, occidental y
designa una idea que también proviene de esas latitudes.
Aquí en Perú, los que saben
prefieren denominarlo estado quechua, porque tampoco fueron “incas”. El Inca
era uno sólo, el elegido, el representante en la tierra del dios Viracocha y
las demás deidades: el sol Inti, la lluvia, las montañas o apus. Desde que
nacía era criado, tratado y cuidado como único y enseñado en las artes de la
guerra y la política.
Hubo 12 incas. Cuenta la leyenda
que el primero, Manco Cápac, emergió del lago Titicaca en la zona de Puno y
caminó varios kilómetros apoyando su bastón, hasta que finalmente éste se
hundió en las tierras fértiles del valle de Cusco. De esa manera supo que
aquella sería la ciudad más importante, el corazón del Tahuantinsuyo.
El noveno inca, Pachacútec, fue
el que extendió los límites hasta el sur de Colombia por arriba y norte de
Argentina por abajo, sometiendo claro está a los otros pueblos que habitaban
estas tierras. Pero no de la forma cruel y sanguinaria que reprodujeron más
tarde los españoles.
Él fue
también quien inició a mediados del siglo XV las obras de la ciudad sagrada en
la inmensidad de aquel valle surcado por el río Urubamba de punta a punta, y
rodeada por dioses cónicos y enormes, apus o montañas: el Huayna Picchu
(montaña nueva) y el Machu Picchu (montaña vieja).
El bus nos trasladó desde Cusco
a Ollantaytambo, uno de los pueblos del valle sagrado. El grupo estaba formado
por 6 israelíes, 2 canadienses y nosotros argentinos. Había mucha excitación
por la aventura y hablaban gritando en inglés. Nos sentíamos dentro de una serie
del canal Warner:”Friends” o “Two and a half men”.
De
allí subimos a Abra Málaga a 4000 metros de altura y descendimos en bicicleta
por la ruta hasta Santa María a toda velocidad, a lo correcaminos. Allí pasamos
la noche en un hostel familiar y al día siguiente nos despertamos a las 6 de la
matina y caminamos 8 horas a través de la vegetación selvática y por senderos
un tanto peligrosos al borde del precipicio.
Bastante agotados arribamos a
Santa Teresa y al día siguiente marchamos hacia Aguas Calientes por donde está
la hidroeléctrica, construcción modernosa que empaña por un instante el paisaje.
Luego seguimos las vías del tren hasta llegar al destino.
En Aguas Calientes descansamos
porque al día siguiente por fin ingresaríamos muy temprano, antes del amanecer,
a la ciudad sagrada.
Los españoles, su ambición y
odio invadieron Cusco en el año 1533. En tan sólo 6 años aniquilaron sin piedad
al pueblo quechua e intentaron hacer lo mismo con sus creaciones. Cuenta la
historia que el décimo inca tuvo dos hijos varones, Atahualpa y Huáscar, que se
disputaron el poder en una feroz guerra civil un par de años antes de que
llegaran los españoles.
Cuando los salvajes de la
península Ibérica entraron en Cusco, el estado quechua estaba exhausto por la
lucha interna y no pudo resistir. El último inca decidió abandonar Machu Picchu
para que los españoles no lo destruyeran como hacían con todo lo que no era europeo y católico. El miedo a lo diferente tal vez. La necesidad humana de
poder.
De esa forma la ciudad sagrada
quedó escondida gracias a la abundante flora selvática y sobrevivió.
Los habitantes del valle sagrado ya tenían
conocimiento desde principios del siglo XX de la existencia de semejante tesoro
arqueológico. Pero fue un estadounidense, H. Bingham, quien guiado por un niño
del lugar, “descubrió”, entre muchas comillas, Machu Picchu en 1911 y con la
ayuda de la Universidad de Yale realizó las excavaciones correspondientes y de
paso se llevó todo el oro y los objetos de valor que encontró al país del norte. Lo
más increíble del asunto es que aun hoy Estados Unidos no quiere devolverle a
Perú las reliquias incas, existe una especie de juicio internacional.
Cuando ingresás a Machu Picchu, una emoción muy grande te recorre el cuerpo. El pasado sagrado del lugar se siente en la atmósfera y
las montañas, el sol y las mismas construcciones de piedra perennes cobran vida
y te observan ¡tan pequeñito!
Allí están las casas donde vivían, el templo
del sol, los almacenes, el palacio en el que se hospedaba Pachacútec cuando
estaba de visita, las plazas, los relojes solares y unas cuantas piedras
desperdigadas, señal de que la ciudad sagrada no estaba terminada. Llevaba 80
años de construcción y le faltaba 20 más cuando el duodécimo inca decidió
abandonarla para salvarla.
Nos quedamos allí desde las 6 de la mañana
hasta las 3 de la tarde. Quizás por lo agradable del aire sagrado del pasado. O
porque quedarse sentado, rodeado de tan majestuosas montañas lo ponen a uno en
su lugar.
¡Uno es tan insignificante al lado de semejante
naturaleza!...
Impresionante experiencia e impecable crónica! Que alegría leerlos, no saben lo nutritivas y refrescantes que resultan vuestras palabras de viajeros para los que estamos en la ciudad inmersos en la cotidianeidad. Tan inmersos que es más difícil recordar que "uno es insignificante al lado de TODA naturaleza". Besos porteños! ró.
ResponderBorrarmuyyyy buenooo chicossss, ya se los extranaa mucho!!!!
ResponderBorrarHola Roooo! que bueno que te haya gustado y que nos leas! Te mando un beso enorme!!!!
ResponderBorrarAnis.