Después de
casi 2 meses de viaje por diversos ecosistemas -la cordillera en Bolivia, el
lago Titicaca y el valle sagrado inca- arribamos por fin al océano inmenso en
Lima. Pero allí, tanta gente, tanta polución y tantos edificios, no daba para meterse.
Recién en las playas del norte
de Perú, y ya despidiéndonos de este hermoso país, nos sumergimos en el
Pacífico. Dejamos las camperas, las zapatillas y los relojes, nos calzamos la
malla y unas ojotas y corrimos por las callecitas de arena de Máncora hasta
vislumbrar los médanos y más allá el mar inmortal.
¡Qué chapuzón el primero! Y los
que siguieron ni les cuento. Nos secábamos al sol siguiendo las bondades de un
clima que nos mantuvo calentitos y con el cielo siempre celeste.
Septiembre en Máncora es ideal,
porque está fuera de temporada. Por lo tanto no hay mucha gente, ni ruido. Es
verdad que a la noche hay 4 bolichitos sobre la playa que se disputan a ver
cuál pone más fuerte la música. Pero uno se aleja para que el tímpano no se
lastime y resuelto el problema.
Es que en esta playa en particular
no existen los problemas. Las preguntas que uno se hace cuando se despierta a
la mañana son: dónde va a desayunar, qué menú almorzará, en qué parte de la
playa lo encontrará la merienda y si la cena va a ser con cerveza o bebida sin
alcohol. Esos 4 son los temas a
resolver.
Hubo varios momentos en este
sitio, en los cuales me detuve y pensé para mis adentros, aunque lo hubiese
gritado a los cuatro vientos: “¡No puedo ser más feliz!”. En Máncora si uno
está viajando en pareja, no existen las peleas; si uno anda con piojos,
milagrosamente dejan de picar; si uno se siente triste, para de sufrir. Y no es
por la iglesia evangélica que había frente a nuestro hostel, sino porque el mar
azul e inmenso, el sol radiante y el arroz con mariscos imposibilitan que uno
esté deprimido, acomodan los neurotransmisores, son una fluoxetina natural.
Sucumbimos en repetidas
ocasiones al arroz con mariscos. Magistralmente condimentado, con cebollita,
morroncito, palta y los protagonistas de la película: el calamar, los bracitos
de cangrejo, los pulpitos, las conchas negras y los trozos de pescado fresco.
También podías optar por la parihuela, una sopa con todos los bichitos
anteriormente enumerados nadando en su propio jugo.
Estuvimos en Máncora 8 días.
Fueron unas vacaciones dentro de las vacaciones. ¡El hostel, un lujo! Y a sólo
40 soles. Teníamos baño privado con ducha fría (no hacía falta el agua
caliente), una comodísima cama matrimonial y la máquina para distraer personas,
una tele con montón de canales. Pude enriquecerme y poner a prueba mi intelecto
con las interesantísimas discusiones futbolísticas del Pollo Vignolo y Marcelo
Benedetto en Fox Sports. Y una vez más el pelo en el huevo, el granito en la
cola, fue el Racing Club de mis amores. Lo escuché perder por radio Continental con Boca y Newells…
Tuvimos además la oportunidad de
mostrar nuestra música en un barcito sobre la avenida Piura. Cuando arribamos
al lugar con nuestros instrumentos, luego de hacer propaganda en la playa, no
había nadie. Solamente una pareja de gringos haciendo durar unas copas de vino.
De a poquito fue llegando más gente a comer pero apenas aplaudían cuando
terminábamos de dejar el alma en una canción. Por suerte se hicieron presentes
dos parejas de amigos argentinos y comenzó la fiesta con Eulogia Tapia en la
Poma, Cosechero y las chacareras.
Esa noche de música se estaba
iniciando la primavera en este mundo cíclico de calor, caída de hojas, frío y
nuevamente flores. Al día siguiente era el turno de subirnos nuevamente a un
micro y dejar atrás Máncora. ¡Qué tarea difícil! Habíamos encontrado uno de los
tantos lugares en el mundo, donde nos quedaríamos varias estaciones.
Pero el afán por seguir
conociendo nos hizo subir los tres escalones del bus y partir a cruzar otra
frontera. Ecuador nos recibió dormidos a las 2 de la mañana, pero el milico de
la aduana a gritos se encargó de traernos de vuelta del mundo de los sueños.
Agradecido estamos Perú por todo
lo que nos brindaste. Tenemos la certeza que Ecuador será sorprendente y
generoso al compartir con nosotros toda su belleza natural… no como el milico
de la aduana.
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