En la plaza
de armas de Cusco nos topamos con aquel amigo de Bolivia, grandote, guardavidas
de profesión, oriundo de San Martín, provincia de Buenos Aires. Llevaba en su
cabeza una gorra con visera gris, amiga fiel, que no abandona ni para bañarse.
Su nombre, Ezequiel, lo pinta de pies a cabeza: bonachón, simple, cuando le
toca hablar dice lo justo.
Nos fundimos en un abrazo y acto
seguido nos habló de un hostel repleto de argentinos. Pero no de los argentinos
cancheros, que creen que se la saben todas, sino de los otros, los que van por
la vida con el corazón a flor de piel y el “che” en la punta de la lengua.
Fueron tantos los elogios con
los que Ezequiel había adornado este sitio que inmediatamente nos acercamos a
él. Vimos el cartel después de doblar por una callecita angosta: “Casa de la
abuela”.
Llegamos el mismo día que un
trío muy particular. Tres argentinos que se fusionaron en el viaje andá a saber por qué.
El más alto y rubio de Bragado,
Lucho, artista gráfico. Un tipo con convicciones e ideología, no importa cuál.
Lo que importa es que piensa y se preocupa por el otro, por el que menos tiene.
El que le sigue en edad, Facundo,
de Polvorines, llena cualquier sala con su silencio. Se hace entender por gestos,
apenas mueve una comisura para hacernos saber que está contento. Pero es muy
cálido y se lo reconoce por su buzo de lana tejido.
El tercero y no por esto menos importante se
llama Lucas, con sólo 22 años se lanzó a la aventura de conocer otras latitudes,
pero sin olvidar nunca su Rosario. Con su graciosa ingenuidad, su campera de
Rosario Central y dos zancos de resortes para parecer un poco más alto sigue su
camino.
Nos hospedamos un miércoles e
instantáneamente los incas invitaron a su casa a los mapuches, la marinera
cedió su lugar a la chacarera y el ceviche al asado.
Facu y Ezequiel con más ganas
que sabiduría construyeron una parrilla. Varios salimos de expedición al
mercado de la carne y el fuego se hizo en plena calle.
Hay que ser sincero, no faltó la
señora gruñona y un tanto resentida que murmuró por debajo “váyanse a molestar
a su país”, pero la inmensa mayoría festejó el ritual del asado con sorpresa,
sonrisas y alguno se animó a colaborar con un consejo.
Ese día, mientras nos
ensuciábamos las manos intentando encender el fuego, apareció una extraña
pareja, pero entrañable a la vez. Uno de ellos peruano, con acento español
debido a su larga estadía en Catalunya. Pelo pincho, como si tuviera un erizo
en la capocha, pantalones chupines rojizos, anteojos cuadrados negros y una
simpatía y frescura que hacían reír al más parco.
El otro: argentino, pero de los
confines sureños, allá donde se termina el mapa, donde el viento no deja en paz
a la gente: Tierra del Fuego. Ya llevaba 3 años de viaje y no estaba cansado.
Vistiendo una camiseta de la selección argentina como para reafirmarse en su
argentinidad y llevando consigo una guitarra pequeña. Alto, sobrio pero con la
risa fácil.
Esta pareja de amigos viajeros,
Davis el peruano y Esteban el argento, también se acoplaron al grupo y degustaron los exquisitos trozos de carne,
algunos un tanto duros por lo arrebatado del fuego.
Faltaría nombrar a las
santafesinas y a la parejita de cordobeses. Las primeras son la negra Gisela y
la muy blanca Lucía. Vienen viajando juntas desde su provincia y son muy
distintas, pero tienen en común cierta picardía murguera.
La negra es jodona, alegre,
gritona, elástica y adicta al mate. La blanca es más callada pero no por eso
menos alegre, tiene un humor que sorprende, porque de estar muy tranquila de
repente te sale con una guarangada que asusta a Pachacútec.
El Manu y Maijo son la parejita
de cordobeses. Están hace 6 meses en Cusco y conocen todos los secretos. Viven
más bien de noche y están en la movida bailable cusqueña. Maijo cocina una
salsa picantona que espanta los malos espíritus y el Manu se especializa en
guisos que devuelven el alma al cuerpo.
También se hospedaba en el
hostel una dupla suiza, Yani y Natasha, que un tanto abrumadas por el bochinche
argentino, intentaron acoplarse como pudieron, sin perder la compostura.
Comimos asado, tocamos chacareras
y zambas, nos burlamos de Lucas por ser el más pequeño, estiramos con las
santafesinas, nos vimos arrastrados por los cordobeses a demostrar nuestras
aptitudes en el baile y a poner a prueba nuestro hígado en la noche de Cusco,
nos reímos con las puteadas en español antiguo de Davis, quien perseveró hasta
entender nuestro castellano argentino lleno de “ye”. Cantamos “La Pomeña” en el
bar La Esencia, prendimos fuego la noche con Ezequiel y sus utensillos de
circo, la pasamos de lujo.
A veces se da, que varias
personas se encuentran en un lugar y se genera algo especial y único. La buena
onda fluyó y tal vez por nuestro pasado de argentinos, devenidos ahora en
habitantes de un mundo que debería ir perdiendo cada vez más sus fronteras para
ser único, fuimos felices.
Y los
incas invitaron a su casa a los mapuches y el ceviche cedió su lugar al asado.
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