Nuestra
travesía hacia Choroní nos tenía
guardada algunas sorpresas. Partimos bien tempranito de Chichiriviche a Tucacas
y desde allí a Valencia. Al llegar nos cambiamos de coche y seguimos rumbo a
Maracay. Estamos hablando de 4 micros en 2 horas, pero a pesar de no ser nada
directo, la cosa estaba bastante aceitada: nos bajábamos de uno y subíamos a
otro.
En Maracay la espera fue de hora
y media, había una cola que no terminaba nunca por ser sábado el día que
elegimos para viajar, sin saber que Choroní es destino de fin de semana de
todos los venezolanos.
A la última buseta trepamos
gritando y empujando como es habitual en estos pagos, con los 20 kilos de
mochila a cuestas, porque no había maletero.
Pero la cosa no terminó allí,
cuando ya estábamos andando, llegando a la cima de una subida en pleno parque
nacional Henri Pittier, un bosque tan bello como neblinoso sobre las montañas,
el destartalado colectivo en el que íbamos dijo “no doy más” y así fue, no
volvió a arrancar.
De casualidad pasó un taxi que
nos subió y alcanzó hasta Puerto Colombia, porque nuestro auxilio iba a tardar andá
a saber cuántas horas.
Una vez en el pueblito playero,
ya dispuestos a relajarnos, nos enteramos de que no había hospedaje por ninguna
parte, ya que repito, era sábado. Buscamos incansablemente durante una hora,
con un nivel de cortisol en la sangre, la hormona del estrés, que ya rebalsaba, hasta que dimos con una posada medio fantasma pero que a esa altura del
partido representaba un Hilton para nosotros.
Luego de un comienzo no tan
propicio y todavía mordisqueando un poco de bronca, emprendimos una caminata
tranquila al atardecer por el centro de Puerto Colombia hasta llegar al
malecón, y se aflojaron las tensiones.
La fiebre de sábado por la noche
la vivimos empinando cerveza Solera y bailando al ritmo de los tambores de
tradición africana. El domingo lo invertimos en reposar en playa Grande, a 5
minutos caminando desde Puerto Colombia, bien caribeña, con un mar bastante
bravo, revuelto que te llevaba pa´dentro.
Esta playa es verdaderamente bella, rodeada de
palmeras y cocos. Lo que molesta es que el camino hacia ella está repleto de
basura acumulada y huele muy mal.
Un dato curioso, que nos llamó la atención, es
que Puerto Colombia, se transformó hace un tiempo en la Sitges venezolana, es
decir un sitio que elige la comunidad gay para vacacionar. Esto genera cierta
controversia porque todavía existe en este país bastante intolerancia con
respecto a este tema.
Siguiendo con el relato, llegado el lunes
tomamos la lancha hacia Chuao, un sitio pequeño, a orillas del mar, con
población afro-americana, famoso por su cacao. Allí estuvimos todo el día
disfrutando del mar y cuando nos acordamos de ir al pueblo, esperamos el
colectivo unos 30 minutos y nunca pasó, así que desistimos .
Chuao, a 25 minutos en lancha o 3 horas a pie.
A lo lejos Chuao, donde atracan las lanchas
Escenas de la vida playera.
¡Y con ustedes el cacao!
Chuao, a 25 minutos en lancha o 3 horas a pie.
A lo lejos Chuao, donde atracan las lanchas
Escenas de la vida playera.
¡Y con ustedes el cacao!
También conocimos Choroní, a 10 minutos
caminando desde puerto Colombia, un sitio tranquilo, colonial, con mucha
vegetación, sobretodo árboles de mango. Allí compramos el pollito que Eddie
Lechuga cocinaría a la parrilla en una especie de despedida a toda música y
chistes malos.
En resumen, esta región de Venezuela combina el
bosque y las montañas del parque nacional Henri Pittier, el más viejo del país;
hermosas playas caribeñas con palmeras y un mar azul como el amor azul
(Cristian Castro dixit); la cultura afroamericana con sus tambores, cánticos y
religión y el olor del cacao en cada rincón del pueblo. Si encima se tiene la
suerte de coincidir con amigos como “La Camio de Viaje” con su artista invitado
“el Iche”, la velada se torna inolvidable y uno no quiere que se termine. Pero
entre anécdotas románticas, canciones de Calamaro y risas humeantes, el tiempo
imparable pasó. Ya era de madrugada y al días siguiente nos esperaba la
travesía a la ciudad capital, Caracas…
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