Antes de sucumbir nuevamente al Caribe y sus
aguas azules, decidimos visitar las montañas. El comienzo de la fastuosa cordillera de los andes en Mérida.
Tanto la entrada como la salida
de esta ciudad del suroeste venezolano fueron caóticas debido al sistema de
transportes, más impredecible incluso que el de Bolivia.
¿Cómo fue la entrada? Desde
Maracaibo tomamos una buseta catramina sin asientos reclinables. Pero ese no
fue el problema. Para conseguir el pasaje tuvimos que ir a la terminal a las 7
de la mañana del mismo día. Cuando llegamos nos enteramos que no había micros y
nos vimos obligados a comprar un boleto al doble de su valor por un transporte
que consideraban “adicional”.
La buseta zarpó finalmente a las
casi 9 de la noche, pero no era la que nos correspondía, la nuestra se había
quedado varada en algún sitio de la extensa red vial que posee este país. Así
que, como si fuese un favor, esta camioneta nos alcanzó hasta un punto llamado
El Vigía, donde descendimos a las 4 de la mañana con el frío de los Andes e
hicimos transbordo en otro móvil de similares características que nos dejó en
Mérida.
Pero valió la pena por lo que
vivimos luego, durante nuestra estadía. Los primeros momentos los dedicamos a
recuperar las coronarias, los trapecios contracturados y las nalgas borradas en
el accidentado viaje.
Con el espíritu renovado hicimos
nuestra primera visita al pueblito de Tabay y de ahí a Mucuy Alta, en el parque
nacional Sierra Nevada. Un paisaje de montañas altas –algunas llegan a los
3.200 metros de altura- que recuerda a nuestra Patagonia. El río Chama que nace
del deshielo corre torrentoso y límpido al lado de la autopista, y cualquier
punto es propicio para descender hacia él y quedarse ahí observándolo. Ya
meterse es otro cantar, porque sus aguas son heladas.
A unas 4 horas caminando desde
allí se encuentra la primera laguna, pero nosotros estábamos más para reposar
junto al río que para hacer dicha caminata.
Al otro día, los giros del
destino, hicieron que nos topáramos nuevamente con Aymeric, nuestro amigo
franchute y viajero empedernido que conocimos en Maracaibo. Pero no estaba
sólo, sino en compañía de Cedric, un compatriota suyo, parisino e ingeniero,
muy simpático, y Franklin, merideño, profe de idiomas, fanático del fútbol y
los mundiales y desde ese momento nuestro guía personal. Se armó un grupo
lindísimo.
El sábado, después de 4 días de
estadía, nos propusimos partir hacia Coro, pero aparentemente Mérida no nos
quería dejar ir. Ese día nos despertamos a las 6:30 de la matina con el frío
correspondiente y a las 7 puntuales estuvimos en la terminal. Padecimos 3 horas
de cola confiados de que alguna deidad nos iba a bendecir con un pasaje, pero
la boletería de repente, cuando faltaban sólo 2 personas para que nos toque a
nosotros, cerró y no hubo peros. El odio e ira que nos agarró es
indescriptible. Nos preguntábamos por qué tratan así a la gente, como si fuera
ganado, como si nuestro tiempo no valiera. ¿No es más fácil repartir números
para evitar hacer colas de 3 horas sin saber si vas a conseguir un boleto o no?
Al día siguiente teníamos
pensado aparecernos en la terminal a las 4 de la mañana, para que no queden
dudas de que merecíamos un lugar en el micro. Franklin nos convenció de que no
lo hiciéramos porque era domingo e iba a haber mucha gente y por suerte le
hicimos caso porque ese día no salieron buses hacia Coro, porque a la empresa
se le antojó.
Fuimos entonces con nuestro
grupito franco-argento-venezolano a Mucuchíes, a 2 horas de Mérida, un pueblo
en el páramo, desde donde iniciamos un trekking a través de las montañas y los
picos nevados Humboldt y Bolívar –éste último el más alto- que nos condujo a un
piletón de aguas termales naturales. La actividad volcánica de la cordillera
entibió el agua hasta transformarla en sumamente placentera para los huesos,
músculos y articulaciones.
¿Cómo salimos de Mérida? Luego
de recuperar nuestro equilibrio mental en aquel día de montaña, hubo que
planear la forma de llegar a Coro. Y finalmente fue caótica, pero no tuvimos
alternativa.
Desde la terminal salían busetas
hacia Barinas cada media hora, y allí estuvimos a las 7 de la matina
nuevamente. Este trayecto del viaje fue agradable, a través del páramo, pero
duró 5 horitas.
En Barinas nos esperaba la
entropía bulliciosa de una estación de micros que es como una guerra. Gritos,
bocinazos, decenas de buses que no se chocan y no atropellan a alguien de
milagro, todo esto bajo el sol hiriente del mediodía.
Dos horas de búsqueda y espera
desembocaron en un expreso hacia la ciudad de Valencia. Fueron 5 horas más, así
que arribamos a las 7 de la tarde, ya de noche, cansados y con muy pocas
opciones. De repente pasó un tipo gritando Coro –porque así son las cosas en el
sistema de transportes venezolano, desordenadas, impensadas, hasta mágicas- y
nos tiramos sobre él y su taxi.
En 4 horas más estuvimos en
nuestro destino, de medianoche, cuando las brujas y hechiceros eran los únicos que
se veían por las calles y un lobo aullaba a lo lejos. Tocamos la puerta de dos
posadas céntricas que no nos abrieron y cuando ya la desesperación empezaba a
apoderarse de nosotros dimos con un hotelito salvador cerca de la terminal.
En conclusión, a nuestros amigos
viajeros aviso importante: cargarse de paciencia en Venezuela, que el
transporte es como descender un rato al infierno para luego aparecer en la
imponente cordillera de Mérida o en un celestial mar Caribe.
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