miércoles, 22 de enero de 2014

De los andes venezolanos y el transporte

                Antes de sucumbir nuevamente al Caribe y sus aguas azules, decidimos visitar las montañas. El comienzo de la fastuosa cordillera de los andes en Mérida.
                Tanto la entrada como la salida de esta ciudad del suroeste venezolano fueron caóticas debido al sistema de transportes, más impredecible incluso que el de Bolivia.
                ¿Cómo fue la entrada? Desde Maracaibo tomamos una buseta catramina sin asientos reclinables. Pero ese no fue el problema. Para conseguir el pasaje tuvimos que ir a la terminal a las 7 de la mañana del mismo día. Cuando llegamos nos enteramos que no había micros y nos vimos obligados a comprar un boleto al doble de su valor por un transporte que consideraban “adicional”.
                La buseta zarpó finalmente a las casi 9 de la noche, pero no era la que nos correspondía, la nuestra se había quedado varada en algún sitio de la extensa red vial que posee este país. Así que, como si fuese un favor, esta camioneta nos alcanzó hasta un punto llamado El Vigía, donde descendimos a las 4 de la mañana con el frío de los Andes e hicimos transbordo en otro móvil de similares características que nos dejó en Mérida.


                Pero valió la pena por lo que vivimos luego, durante nuestra estadía. Los primeros momentos los dedicamos a recuperar las coronarias, los trapecios contracturados y las nalgas borradas en el accidentado viaje.
                Con el espíritu renovado hicimos nuestra primera visita al pueblito de Tabay y de ahí a Mucuy Alta, en el parque nacional Sierra Nevada. Un paisaje de montañas altas –algunas llegan a los 3.200 metros de altura- que recuerda a nuestra Patagonia. El río Chama que nace del deshielo corre torrentoso y límpido al lado de la autopista, y cualquier punto es propicio para descender hacia él y quedarse ahí observándolo. Ya meterse es otro cantar, porque sus aguas son heladas.



                A unas 4 horas caminando desde allí se encuentra la primera laguna, pero nosotros estábamos más para reposar junto al río que para hacer dicha caminata.
                Al otro día, los giros del destino, hicieron que nos topáramos nuevamente con Aymeric, nuestro amigo franchute y viajero empedernido que conocimos en Maracaibo. Pero no estaba sólo, sino en compañía de Cedric, un compatriota suyo, parisino e ingeniero, muy simpático, y Franklin, merideño, profe de idiomas, fanático del fútbol y los mundiales y desde ese momento nuestro guía personal. Se armó un grupo lindísimo.



                El sábado, después de 4 días de estadía, nos propusimos partir hacia Coro, pero aparentemente Mérida no nos quería dejar ir. Ese día nos despertamos a las 6:30 de la matina con el frío correspondiente y a las 7 puntuales estuvimos en la terminal. Padecimos 3 horas de cola confiados de que alguna deidad nos iba a bendecir con un pasaje, pero la boletería de repente, cuando faltaban sólo 2 personas para que nos toque a nosotros, cerró y no hubo peros. El odio e ira que nos agarró es indescriptible. Nos preguntábamos por qué tratan así a la gente, como si fuera ganado, como si nuestro tiempo no valiera. ¿No es más fácil repartir números para evitar hacer colas de 3 horas sin saber si vas a conseguir un boleto o no?
                Al día siguiente teníamos pensado aparecernos en la terminal a las 4 de la mañana, para que no queden dudas de que merecíamos un lugar en el micro. Franklin nos convenció de que no lo hiciéramos porque era domingo e iba a haber mucha gente y por suerte le hicimos caso porque ese día no salieron buses hacia Coro, porque a la empresa se le antojó.
                Fuimos entonces con nuestro grupito franco-argento-venezolano a Mucuchíes, a 2 horas de Mérida, un pueblo en el páramo, desde donde iniciamos un trekking a través de las montañas y los picos nevados Humboldt y Bolívar –éste último el más alto- que nos condujo a un piletón de aguas termales naturales. La actividad volcánica de la cordillera entibió el agua hasta transformarla en sumamente placentera para los huesos, músculos y articulaciones.





                ¿Cómo salimos de Mérida? Luego de recuperar nuestro equilibrio mental en aquel día de montaña, hubo que planear la forma de llegar a Coro. Y finalmente fue caótica, pero no tuvimos alternativa.
                Desde la terminal salían busetas hacia Barinas cada media hora, y allí estuvimos a las 7 de la matina nuevamente. Este trayecto del viaje fue agradable, a través del páramo, pero duró 5 horitas.
                En Barinas nos esperaba la entropía bulliciosa de una estación de micros que es como una guerra. Gritos, bocinazos, decenas de buses que no se chocan y no atropellan a alguien de milagro, todo esto bajo el sol hiriente del mediodía.
                Dos horas de búsqueda y espera desembocaron en un expreso hacia la ciudad de Valencia. Fueron 5 horas más, así que arribamos a las 7 de la tarde, ya de noche, cansados y con muy pocas opciones. De repente pasó un tipo gritando Coro –porque así son las cosas en el sistema de transportes venezolano, desordenadas, impensadas, hasta mágicas- y nos tiramos sobre él y su taxi.
                En 4 horas más estuvimos en nuestro destino, de medianoche, cuando las brujas y hechiceros eran los únicos que se veían por las calles y un lobo aullaba a lo lejos. Tocamos la puerta de dos posadas céntricas que no nos abrieron y cuando ya la desesperación empezaba a apoderarse de nosotros dimos con un hotelito salvador cerca de la terminal.
                En conclusión, a nuestros amigos viajeros aviso importante: cargarse de paciencia en Venezuela, que el transporte es como descender un rato al infierno para luego aparecer en la imponente cordillera de Mérida o en un celestial mar Caribe. 






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