jueves, 23 de enero de 2014

Las perlas de Falcón

    Subimos en el mapa hacia Coro, una de las primeras ciudades fundada por los belicosos españoles allá en los inicios del siglo XVI, la más populosa del estado Falcón.
                Nos instalamos en el único hostel que encontramos abierto a la medianoche luego de aquella ajetreada llegada, cerca de la estación de buses. Nos pegamos una dormilona extensa y al despertar ya entrada la mañana caminamos bajo el sol quemante hacia el centro colonial. Allí encontramos a Fredy, un profesor de historia de 20 años de carrera, ya retirado, que en vez de aburrirse en su casa elegía salir a mostrar la ciudad. Nicaraguense de nacionalidad, sandinista de ideología, con aliento a alcohol y una memoria débil, achacada por el paso del tiempo, que con sus recién cumplidos 55 años ya le estaba empezando a jugar malas pasadas.
                Pero se acordaba de las andanzas de Simón Bolívar cuando estuvo de paso por la ciudad. Y visitamos la casa donde se hospedó, la terraza en la que bailó unos valsecitos criollos y  seguramente se hizo el gato con alguna joven, y vimos un obsequio que se le entregara allí, una espada de oro y plata con su empuñadura cubierta de piedras preciosas.




                También en aquel sitio, en el segundo piso, había una exposición itinerante de muñecos de trapo: Fidel Castro, Gandhi, la madre Teresa de Calcuta y Celia Cruz entre otras personalidades, hechos de tela.


                Fredy nos llevó luego a la casa de las 100 ventanas, que en realidad son179, sede del ministerio de cultura del estado de Falcón, donde conocimos a Ramón, la máxima autoridad, bonachón, barrigón, músico de profesión y Chavista del occipucio hasta las uñas de los pies. Nos deleitó con unas canciones de su autoría en el cuatro y nos acompañó a hacer el recorrido por su lugar de trabajo. Agradecimos a nuestro guía por su amabilidad y él nos pidió un abrazo.



                Una vez que bajó el sol, para que no nos achicharrara, nos montamos en un taxi rumbo a las dunas de Coro, un desierto de kilómetros de extensión, con el mar a 40 minutos de distancia. Contemplamos el atardecer, dejamos nuestras huellas en la arena y yo personalmente sentí el grito de mis genes del norte de África que me decían: “esto es como si estuvieras en la casa de tus ancestros marroquíes”.




                Al día siguiente levantamos el ancla y zarpamos rumbo a Chichiriviche, al ladito nomás de Coro, a 2 horas en micro. Éste es un pueblito que se encuentra a orillas del mar y que podría ser el boom turístico de Venezuela por el sólo hecho de estar ubicado en el parque nacional Morrocoy en íntimo contacto con los cayos, pero la realidad es otra y está medio venido abajo, abandonado a su suerte.
                Allí nos encontramos a “la Camio de Viaje”, dos amigos, Edu y Meche, que conocimos en Cuenca, sur de Ecuador, pero que son de nuestros pagos rioplatenses, y que ya llevan año y medio viajando por Latinoamérica en una van, que hace las veces de transporte y casa. Comparten con nosotros la pasión por la música, él con la guitarra y ella con el violín, amenizan las comilonas en los bares.
                Pero no estaban solos, se había acoplado a ellos desde el inicio del año, el héroe griego Ulises, “el Iche”, primo de Edu, carismático y entrador como pocos, también músico para no desentonar, y fanático de oler bien con su Fahrenheit.
                Los 5 tomamos una lancha hacia cayo Sombrero y al llegar no podíamos creer dónde estábamos. Otro paraíso de los tantos que tiene nuestro continente: una isla de coral en el medio de un apacible mar azul. Uno se metía con antiparras –las habíamos comprado en Chichiriviche, gran inversión- y de pronto se hallaba en un mundo de peces de todos los colores y tamaños, como nunca vi en mi vida.




                También visitamos cayo Sal, pero estaba atestado de gente por el solo hecho de ser más accesible, dado que se encuentra frente al pueblo. Sumado a esto,  como no hay un respeto por las playas -están descuidadas, llenas de basura- tuvimos que irnos hacia atrás, pasando un lago, para poder relajarnos y aprovechar toda esa belleza natural que a veces se ve opacada por el homo destruyens.



                A la noche, para despedirnos de aquel paraíso bolivariano, el Iche demostró sus aptitudes como parrillero en el día de su cumpleaños, asando dos peces enormes que nos dejaron pipones. 



              
                Fueron días de relax y playa en un mar que es azul como el cielo y que está lleno de vida. En este viaje que ya concluye, creo que es recomendable guardar estas imágenes con llave en algún engrama de la memoria para usarlas cuando el gris de los edificios, los bocinazos de los autos y el estrés de mi Buenos Aires querido ya lo estén agobiando a uno demasiado.

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