Subimos en el mapa hacia Coro, una de las
primeras ciudades fundada por los belicosos españoles allá en los inicios del
siglo XVI, la más populosa del estado Falcón.
Nos instalamos en el único
hostel que encontramos abierto a la medianoche luego de aquella ajetreada
llegada, cerca de la estación de buses. Nos pegamos una dormilona extensa y al
despertar ya entrada la mañana caminamos bajo el sol quemante hacia el centro
colonial. Allí encontramos a Fredy, un profesor de historia de 20 años de
carrera, ya retirado, que en vez de aburrirse en su casa elegía salir a mostrar
la ciudad. Nicaraguense de nacionalidad, sandinista de ideología, con aliento a
alcohol y una memoria débil, achacada por el paso del tiempo, que con sus
recién cumplidos 55 años ya le estaba empezando a jugar malas pasadas.
Pero se acordaba de las andanzas
de Simón Bolívar cuando estuvo de paso por la ciudad. Y visitamos la casa donde
se hospedó, la terraza en la que bailó unos valsecitos criollos y seguramente se hizo el gato con alguna joven,
y vimos un obsequio que se le entregara allí, una espada de oro y plata con su
empuñadura cubierta de piedras preciosas.
También en aquel sitio, en el
segundo piso, había una exposición itinerante de muñecos de trapo: Fidel
Castro, Gandhi, la madre Teresa de Calcuta y Celia Cruz entre otras
personalidades, hechos de tela.
Fredy nos llevó luego a la casa
de las 100 ventanas, que en realidad son179, sede del ministerio de cultura del
estado de Falcón, donde conocimos a Ramón, la máxima autoridad, bonachón,
barrigón, músico de profesión y Chavista del occipucio hasta las uñas de los
pies. Nos deleitó con unas canciones de su autoría en el cuatro y nos acompañó
a hacer el recorrido por su lugar de trabajo. Agradecimos a nuestro guía por su
amabilidad y él nos pidió un abrazo.
Una vez que bajó el sol, para
que no nos achicharrara, nos montamos en un taxi rumbo a las dunas de Coro, un
desierto de kilómetros de extensión, con el mar a 40 minutos de distancia.
Contemplamos el atardecer, dejamos nuestras huellas en la arena y yo
personalmente sentí el grito de mis genes del norte de África que me decían: “esto
es como si estuvieras en la casa de tus ancestros marroquíes”.
Al día siguiente levantamos el
ancla y zarpamos rumbo a Chichiriviche, al ladito nomás de Coro, a 2 horas en
micro. Éste es un pueblito que se encuentra a orillas del mar y que podría ser
el boom turístico de Venezuela por el sólo hecho de estar ubicado en el parque
nacional Morrocoy en íntimo contacto con los cayos, pero la realidad es otra y
está medio venido abajo, abandonado a su suerte.
Allí nos encontramos a “la Camio
de Viaje”, dos amigos, Edu y Meche, que conocimos en Cuenca, sur de Ecuador,
pero que son de nuestros pagos rioplatenses, y que ya llevan año y medio
viajando por Latinoamérica en una van, que hace las veces de transporte y casa.
Comparten con nosotros la pasión por la música, él con la guitarra y ella con
el violín, amenizan las comilonas en los bares.
Pero no estaban solos, se había
acoplado a ellos desde el inicio del año, el héroe griego Ulises, “el Iche”,
primo de Edu, carismático y entrador como pocos, también músico para no
desentonar, y fanático de oler bien con su Fahrenheit.
Los 5 tomamos una lancha hacia
cayo Sombrero y al llegar no podíamos creer dónde estábamos. Otro paraíso de
los tantos que tiene nuestro continente: una isla de coral en el medio de un
apacible mar azul. Uno se metía con antiparras –las habíamos comprado en Chichiriviche,
gran inversión- y de pronto se hallaba en un mundo de peces de todos los
colores y tamaños, como nunca vi en mi vida.
También visitamos cayo Sal, pero
estaba atestado de gente por el solo hecho de ser más accesible, dado que se
encuentra frente al pueblo. Sumado a esto,
como no hay un respeto por las playas -están descuidadas, llenas de
basura- tuvimos que irnos hacia atrás, pasando un lago, para poder relajarnos y
aprovechar toda esa belleza natural que a veces se ve opacada por el homo
destruyens.
A la noche, para despedirnos de
aquel paraíso bolivariano, el Iche demostró sus aptitudes como parrillero en el
día de su cumpleaños, asando dos peces enormes que nos dejaron pipones.
Fueron días de relax y playa en
un mar que es azul como el cielo y que está lleno de vida. En este viaje que ya
concluye, creo que es recomendable guardar estas imágenes con llave en algún
engrama de la memoria para usarlas cuando el gris de los edificios, los
bocinazos de los autos y el estrés de mi Buenos Aires querido ya lo estén
agobiando a uno demasiado.
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