martes, 28 de enero de 2014

Con olor a cacao


                Nuestra travesía hacia Choroní  nos tenía guardada algunas sorpresas. Partimos bien tempranito de Chichiriviche a Tucacas y desde allí a Valencia. Al llegar nos cambiamos de coche y seguimos rumbo a Maracay. Estamos hablando de 4 micros en 2 horas, pero a pesar de no ser nada directo, la cosa estaba bastante aceitada: nos bajábamos de uno y subíamos a otro.
                En Maracay la espera fue de hora y media, había una cola que no terminaba nunca por ser sábado el día que elegimos para viajar, sin saber que Choroní es destino de fin de semana de todos los venezolanos.
                A la última buseta trepamos gritando y empujando como es habitual en estos pagos, con los 20 kilos de mochila a cuestas, porque no había maletero.
                Pero la cosa no terminó allí, cuando ya estábamos andando, llegando a la cima de una subida en pleno parque nacional Henri Pittier, un bosque tan bello como neblinoso sobre las montañas, el destartalado colectivo en el que íbamos dijo “no doy más” y así fue, no volvió a arrancar.




                De casualidad pasó un taxi que nos subió y alcanzó hasta Puerto Colombia, porque nuestro auxilio iba a tardar andá a saber cuántas horas.
                Una vez en el pueblito playero, ya dispuestos a relajarnos, nos enteramos de que no había hospedaje por ninguna parte, ya que repito, era sábado. Buscamos incansablemente durante una hora, con un nivel de cortisol en la sangre, la hormona del estrés, que ya rebalsaba, hasta que dimos con una posada medio fantasma pero que a esa altura del partido representaba un Hilton para nosotros.
                Luego de un comienzo no tan propicio y todavía mordisqueando un poco de bronca, emprendimos una caminata tranquila al atardecer por el centro de Puerto Colombia hasta llegar al malecón, y se aflojaron las tensiones.
                La fiebre de sábado por la noche la vivimos empinando cerveza Solera y bailando al ritmo de los tambores de tradición africana. El domingo lo invertimos en reposar en playa Grande, a 5 minutos caminando desde Puerto Colombia, bien caribeña, con un mar bastante bravo, revuelto que te llevaba       pa´dentro.




Esta playa es verdaderamente bella, rodeada de palmeras y cocos. Lo que molesta es que el camino hacia ella está repleto de basura acumulada y huele muy mal.
Un dato curioso, que nos llamó la atención, es que Puerto Colombia, se transformó hace un tiempo en la Sitges venezolana, es decir un sitio que elige la comunidad gay para vacacionar. Esto genera cierta controversia porque todavía existe en este país bastante intolerancia con respecto a este tema.
Siguiendo con el relato, llegado el lunes tomamos la lancha hacia Chuao, un sitio pequeño, a orillas del mar, con población afro-americana, famoso por su cacao. Allí estuvimos todo el día disfrutando del mar y cuando nos acordamos de ir al pueblo, esperamos el colectivo unos 30 minutos y nunca pasó, así que desistimos .

                                   Chuao, a 25 minutos en lancha o 3 horas a pie. 

                                    A lo lejos Chuao, donde atracan las lanchas


                                    Escenas de la vida playera.

                                              ¡Y con ustedes el cacao!

También conocimos Choroní, a 10 minutos caminando desde puerto Colombia, un sitio tranquilo, colonial, con mucha vegetación, sobretodo árboles de mango. Allí compramos el pollito que Eddie Lechuga cocinaría a la parrilla en una especie de despedida a toda música y chistes malos.



En resumen, esta región de Venezuela combina el bosque y las montañas del parque nacional Henri Pittier, el más viejo del país; hermosas playas caribeñas con palmeras y un mar azul como el amor azul (Cristian Castro dixit); la cultura afroamericana con sus tambores, cánticos y religión y el olor del cacao en cada rincón del pueblo. Si encima se tiene la suerte de coincidir con amigos como “La Camio de Viaje” con su artista invitado “el Iche”, la velada se torna inolvidable y uno no quiere que se termine. Pero entre anécdotas románticas, canciones de Calamaro y risas humeantes, el tiempo imparable pasó. Ya era de madrugada y al días siguiente nos esperaba la travesía a la ciudad capital, Caracas…


jueves, 23 de enero de 2014

Las perlas de Falcón

    Subimos en el mapa hacia Coro, una de las primeras ciudades fundada por los belicosos españoles allá en los inicios del siglo XVI, la más populosa del estado Falcón.
                Nos instalamos en el único hostel que encontramos abierto a la medianoche luego de aquella ajetreada llegada, cerca de la estación de buses. Nos pegamos una dormilona extensa y al despertar ya entrada la mañana caminamos bajo el sol quemante hacia el centro colonial. Allí encontramos a Fredy, un profesor de historia de 20 años de carrera, ya retirado, que en vez de aburrirse en su casa elegía salir a mostrar la ciudad. Nicaraguense de nacionalidad, sandinista de ideología, con aliento a alcohol y una memoria débil, achacada por el paso del tiempo, que con sus recién cumplidos 55 años ya le estaba empezando a jugar malas pasadas.
                Pero se acordaba de las andanzas de Simón Bolívar cuando estuvo de paso por la ciudad. Y visitamos la casa donde se hospedó, la terraza en la que bailó unos valsecitos criollos y  seguramente se hizo el gato con alguna joven, y vimos un obsequio que se le entregara allí, una espada de oro y plata con su empuñadura cubierta de piedras preciosas.




                También en aquel sitio, en el segundo piso, había una exposición itinerante de muñecos de trapo: Fidel Castro, Gandhi, la madre Teresa de Calcuta y Celia Cruz entre otras personalidades, hechos de tela.


                Fredy nos llevó luego a la casa de las 100 ventanas, que en realidad son179, sede del ministerio de cultura del estado de Falcón, donde conocimos a Ramón, la máxima autoridad, bonachón, barrigón, músico de profesión y Chavista del occipucio hasta las uñas de los pies. Nos deleitó con unas canciones de su autoría en el cuatro y nos acompañó a hacer el recorrido por su lugar de trabajo. Agradecimos a nuestro guía por su amabilidad y él nos pidió un abrazo.



                Una vez que bajó el sol, para que no nos achicharrara, nos montamos en un taxi rumbo a las dunas de Coro, un desierto de kilómetros de extensión, con el mar a 40 minutos de distancia. Contemplamos el atardecer, dejamos nuestras huellas en la arena y yo personalmente sentí el grito de mis genes del norte de África que me decían: “esto es como si estuvieras en la casa de tus ancestros marroquíes”.




                Al día siguiente levantamos el ancla y zarpamos rumbo a Chichiriviche, al ladito nomás de Coro, a 2 horas en micro. Éste es un pueblito que se encuentra a orillas del mar y que podría ser el boom turístico de Venezuela por el sólo hecho de estar ubicado en el parque nacional Morrocoy en íntimo contacto con los cayos, pero la realidad es otra y está medio venido abajo, abandonado a su suerte.
                Allí nos encontramos a “la Camio de Viaje”, dos amigos, Edu y Meche, que conocimos en Cuenca, sur de Ecuador, pero que son de nuestros pagos rioplatenses, y que ya llevan año y medio viajando por Latinoamérica en una van, que hace las veces de transporte y casa. Comparten con nosotros la pasión por la música, él con la guitarra y ella con el violín, amenizan las comilonas en los bares.
                Pero no estaban solos, se había acoplado a ellos desde el inicio del año, el héroe griego Ulises, “el Iche”, primo de Edu, carismático y entrador como pocos, también músico para no desentonar, y fanático de oler bien con su Fahrenheit.
                Los 5 tomamos una lancha hacia cayo Sombrero y al llegar no podíamos creer dónde estábamos. Otro paraíso de los tantos que tiene nuestro continente: una isla de coral en el medio de un apacible mar azul. Uno se metía con antiparras –las habíamos comprado en Chichiriviche, gran inversión- y de pronto se hallaba en un mundo de peces de todos los colores y tamaños, como nunca vi en mi vida.




                También visitamos cayo Sal, pero estaba atestado de gente por el solo hecho de ser más accesible, dado que se encuentra frente al pueblo. Sumado a esto,  como no hay un respeto por las playas -están descuidadas, llenas de basura- tuvimos que irnos hacia atrás, pasando un lago, para poder relajarnos y aprovechar toda esa belleza natural que a veces se ve opacada por el homo destruyens.



                A la noche, para despedirnos de aquel paraíso bolivariano, el Iche demostró sus aptitudes como parrillero en el día de su cumpleaños, asando dos peces enormes que nos dejaron pipones. 



              
                Fueron días de relax y playa en un mar que es azul como el cielo y que está lleno de vida. En este viaje que ya concluye, creo que es recomendable guardar estas imágenes con llave en algún engrama de la memoria para usarlas cuando el gris de los edificios, los bocinazos de los autos y el estrés de mi Buenos Aires querido ya lo estén agobiando a uno demasiado.

miércoles, 22 de enero de 2014

De los andes venezolanos y el transporte

                Antes de sucumbir nuevamente al Caribe y sus aguas azules, decidimos visitar las montañas. El comienzo de la fastuosa cordillera de los andes en Mérida.
                Tanto la entrada como la salida de esta ciudad del suroeste venezolano fueron caóticas debido al sistema de transportes, más impredecible incluso que el de Bolivia.
                ¿Cómo fue la entrada? Desde Maracaibo tomamos una buseta catramina sin asientos reclinables. Pero ese no fue el problema. Para conseguir el pasaje tuvimos que ir a la terminal a las 7 de la mañana del mismo día. Cuando llegamos nos enteramos que no había micros y nos vimos obligados a comprar un boleto al doble de su valor por un transporte que consideraban “adicional”.
                La buseta zarpó finalmente a las casi 9 de la noche, pero no era la que nos correspondía, la nuestra se había quedado varada en algún sitio de la extensa red vial que posee este país. Así que, como si fuese un favor, esta camioneta nos alcanzó hasta un punto llamado El Vigía, donde descendimos a las 4 de la mañana con el frío de los Andes e hicimos transbordo en otro móvil de similares características que nos dejó en Mérida.


                Pero valió la pena por lo que vivimos luego, durante nuestra estadía. Los primeros momentos los dedicamos a recuperar las coronarias, los trapecios contracturados y las nalgas borradas en el accidentado viaje.
                Con el espíritu renovado hicimos nuestra primera visita al pueblito de Tabay y de ahí a Mucuy Alta, en el parque nacional Sierra Nevada. Un paisaje de montañas altas –algunas llegan a los 3.200 metros de altura- que recuerda a nuestra Patagonia. El río Chama que nace del deshielo corre torrentoso y límpido al lado de la autopista, y cualquier punto es propicio para descender hacia él y quedarse ahí observándolo. Ya meterse es otro cantar, porque sus aguas son heladas.



                A unas 4 horas caminando desde allí se encuentra la primera laguna, pero nosotros estábamos más para reposar junto al río que para hacer dicha caminata.
                Al otro día, los giros del destino, hicieron que nos topáramos nuevamente con Aymeric, nuestro amigo franchute y viajero empedernido que conocimos en Maracaibo. Pero no estaba sólo, sino en compañía de Cedric, un compatriota suyo, parisino e ingeniero, muy simpático, y Franklin, merideño, profe de idiomas, fanático del fútbol y los mundiales y desde ese momento nuestro guía personal. Se armó un grupo lindísimo.



                El sábado, después de 4 días de estadía, nos propusimos partir hacia Coro, pero aparentemente Mérida no nos quería dejar ir. Ese día nos despertamos a las 6:30 de la matina con el frío correspondiente y a las 7 puntuales estuvimos en la terminal. Padecimos 3 horas de cola confiados de que alguna deidad nos iba a bendecir con un pasaje, pero la boletería de repente, cuando faltaban sólo 2 personas para que nos toque a nosotros, cerró y no hubo peros. El odio e ira que nos agarró es indescriptible. Nos preguntábamos por qué tratan así a la gente, como si fuera ganado, como si nuestro tiempo no valiera. ¿No es más fácil repartir números para evitar hacer colas de 3 horas sin saber si vas a conseguir un boleto o no?
                Al día siguiente teníamos pensado aparecernos en la terminal a las 4 de la mañana, para que no queden dudas de que merecíamos un lugar en el micro. Franklin nos convenció de que no lo hiciéramos porque era domingo e iba a haber mucha gente y por suerte le hicimos caso porque ese día no salieron buses hacia Coro, porque a la empresa se le antojó.
                Fuimos entonces con nuestro grupito franco-argento-venezolano a Mucuchíes, a 2 horas de Mérida, un pueblo en el páramo, desde donde iniciamos un trekking a través de las montañas y los picos nevados Humboldt y Bolívar –éste último el más alto- que nos condujo a un piletón de aguas termales naturales. La actividad volcánica de la cordillera entibió el agua hasta transformarla en sumamente placentera para los huesos, músculos y articulaciones.





                ¿Cómo salimos de Mérida? Luego de recuperar nuestro equilibrio mental en aquel día de montaña, hubo que planear la forma de llegar a Coro. Y finalmente fue caótica, pero no tuvimos alternativa.
                Desde la terminal salían busetas hacia Barinas cada media hora, y allí estuvimos a las 7 de la matina nuevamente. Este trayecto del viaje fue agradable, a través del páramo, pero duró 5 horitas.
                En Barinas nos esperaba la entropía bulliciosa de una estación de micros que es como una guerra. Gritos, bocinazos, decenas de buses que no se chocan y no atropellan a alguien de milagro, todo esto bajo el sol hiriente del mediodía.
                Dos horas de búsqueda y espera desembocaron en un expreso hacia la ciudad de Valencia. Fueron 5 horas más, así que arribamos a las 7 de la tarde, ya de noche, cansados y con muy pocas opciones. De repente pasó un tipo gritando Coro –porque así son las cosas en el sistema de transportes venezolano, desordenadas, impensadas, hasta mágicas- y nos tiramos sobre él y su taxi.
                En 4 horas más estuvimos en nuestro destino, de medianoche, cuando las brujas y hechiceros eran los únicos que se veían por las calles y un lobo aullaba a lo lejos. Tocamos la puerta de dos posadas céntricas que no nos abrieron y cuando ya la desesperación empezaba a apoderarse de nosotros dimos con un hotelito salvador cerca de la terminal.
                En conclusión, a nuestros amigos viajeros aviso importante: cargarse de paciencia en Venezuela, que el transporte es como descender un rato al infierno para luego aparecer en la imponente cordillera de Mérida o en un celestial mar Caribe. 






sábado, 11 de enero de 2014

Frontera, panas y arepas


                Cruzar las fronteras es lo más tedioso de un viaje, quizás porque no deberían existir. Por esa razón siempre procuramos atravesarlas arriba de un micro. Cuando pasamos de Colombia a Venezuela no pudimos lograr esto, porque los buses que iban directo desde Santa Marta a Maracaibo estaban agotados, por lo que tuvimos que sufrir la frontera a pie.
                Nos subimos a una combi en Santa Marta que nos alcanzó hasta Maicao, la frontera del lado colombiano, guajira, desierto. Duró 4 horitas la travesía, comiencen a contar. Desde ahí nos montamos en un auto viejo, sin aire y destartalado, de los largos, junto a dos colombianas que vivían en Venezuela. Una de ellas, la más vieja, se había mudado a los pagos de Chávez hacía muchos años, para darle educación a sus hijos, porque en Colombia es carísima y en Venezuela gratis, de calidad y con más oferta: más universidades por Estado.
                Al llegar a la oficina de migraciones del lado colombiano hicimos la cola bajo el sol agobiante y después de media hora ya teníamos la salida en el pasaporte firmada. Fue un trámite rápido. Pero del lado venezolano la cosa no es tan fácil. Hay pocos empleados sellando pasaportes y colas kilométricas. La demora oscila entre 3 y 4 horas. Lo corrupto del caso es que si uno paga 300 bolívares, pasa sin hacer cola. Lógicamente esto no es legal, es un chanchullo de la policía de migraciones venezolana.
                Los 4 que estábamos en el auto acordamos pagar los 300 bolívares per cápita y pasamos sin hacer cola, es decir, sin deshidratarnos bajo el sol despiadado, pero siendo cómplices de este acto de corrupción.
                Nos demoramos 5 horas hasta Maracaibo porque cada 2 por 3 oficiales del ejército detenían el carro para pedirnos los pasaportes y para pispear si podían obtener algunos bolívares pidiendo coima. “¡Ups! A este auto le falta un espejito retrovisor, tiene que pagar 400 bolívares para seguir”. “¡Ups! Las hojas del pasaporte están arrugadas, tiene que pagar 200 bolívares para seguir”. Cualquier excusa es válida para estos "cuidadores de la seguridad" ávidos de dinero.
                Por suerte al llegar a Maracaibo encontramos la contención y alegría de un grupo hermoso de couchsurfing. Y no sólo la contención, porque Luis además nos hospedó en su casa por 4 días.
                En un edificio añoso, de unos 30 años, bien ubicado, ahí nomás de la avenida Delicias, estuvimos alojados. El departamento era bien amplio, con 4 habitaciones, 3 baños, un balcón al frente y mucho cariño.
                Allí además de nosotros estaban alojados tres cordobeses púberes, que rondaban los 20 años, muy queribles los culeados y después cayó un franchute Aymeric, viajero nato, que de tan cálido parecía latino.

 
                Luis, el dueño de casa, buenazo como pocos, ingeniero en petróleo, nos explicó una mañana algunas cuestiones sobre el oro negro. Venezuela es el país que más petróleo tiene en toda América, sólo comparable con los países del Medio Oriente.
                La explotación de este recurso no renovable está a cargo del Estado, lo cual es glorioso, porque el interés no está puesto solamente en producir petróleo, sino también en cuidar los recursos. Esto último se logró con el chavismo.
                Venezuela forma parte de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), junto a Argelia, Arabia Saudita, Emiratos Árabes, Indonesia, Irán, Irak, Kuwait, Libia, Nigeria y Qatar.  Estos 11 producen el 40% del petróleo mundial y de ellos depende el precio.
                Estados Unidos es el mayor consumidor y se le están acabando los barriles. ¿Será por esta razón que odia tanto a los países anteriormente enumerados y se empeña en hacerles la guerra? Es sólo un interrogante.
                Cargar el tanque aquí cuesta 3 bolívares, 50 centavos de dólar oficial, 5 centavos de dólar negro, menos que una botella de agua mineral chiquita, cuyo valor en el supermercado ronda los 10 bolos.
                Luis además de petróleo sabe de arepas y lo demostró una mañana en la que nos agasajó con una receta símil Reina Pepiada.


                Siguiendo con lo anterior, del grupo de couchsurfing de Maracaibo también conocimos a Framber, artista, payaso de hospital, diseñador gráfico y un eterno preocupado por el otro. Y Caro, fanática y conocedora del cine, futura productora y con la capacidad de hablar hasta por los codos.
                Con ellos recorrimos la calle Carabobo con coloridas casas coloniales –una especie de “Caminito” venezolano-, el centro de la ciudad con su plaza, casa de gobierno, catedral, basílica, todo muy cuidado y conservado. También vimos una escultura altísima de la virgen de Chiquinquira, muy venerada en estas latitudes. A tal punto que en conmemoración a ella, todos los 18 de noviembre se realiza la Fiesta de la Chinita en Maracaibo. Finalmente el que se ve en la foto de abajo es el patognomónico gran lago de la ciudad.

               





                           El sábado a la noche salimos a parrandear en banda por la misma calle Carabobo, no sin antes tomarme unos minutos docentes, para revelarles a los jóvenes cordobeses los “10 tips para conquistar mujeres”. Bebimos cervecita y entramos a un boliche donde bailamos en ronda la música punchi – punchi y el reggeaton que sonaba. La joda se acabó a las 3 de la matina, así que volvimos caminando por las oscuras calles de Maracaibo, sólo parando en un puestito de hamburguesas para afrontar el bajón.
                El domingo por la mañana, también en patota, nos subimos a un bus eco – turístico gratuito, subvencionado por el Estado que nos llevó al parque botánico. Allí dimos unas vueltas, nos presentaron con nombre y apellido los árboles de la región y nos volvimos en el mismo transporte.

             


               
                Fueron unos días en Maracaibo muy lindos y amigables. En definitiva, se cumple la regla que dice que cuando uno encuentra personas divertidas, la ciudad se torna acogedora. En otras palabras, indudablemene la belleza de un lugar está dada por su gente.