Tayrona posee una belleza natural inaudita, es
selva con mar. Por suerte se convirtió en parque nacional en el año 1964, lo
cual evita que sea destruido por el homo depredador humanus.
Es la joya del norte colombiano por dos razones: la primera tiene que ver con lo caro, es prácticamente un lujo visitar el parque. Y la segunda con lo bello y brillante, un diamante en bruto.
Estas dos características con las que cuenta provocaron que se haya
transformado en un negocio y que sólo puedan acceder a él los que tienen plata.
La entrada al parque para
extranjeros cuesta 37.500 pesos colombianos (20 dólares), lo mismo que una
habitación doble con baño privado en un hostel. ¿Cómo se puede ser tan
mezquino, apropiarse de un paraíso como éste con el pretexto de protegerlo y
restringir el acceso a los pudientes?
Entiendo que cobren 3 veces más
a los turistas que vienen de Europa y Estados Unidos, cuya moneda vale 10 veces
más que la de cualquier país latinoamericano, pero a los latinos no
colombianos nos deja sin alternativa.
Para ejemplificar esto que estoy
contando basta decir que son muy graciosas las noches en los campings a la hora
de la cena: parece Hawai porque todo el mundo conversa en inglés, ya que los
gringos son los que pueden afrontar los gastos que impone este parque.
¿Quién regula a las empresas
privadas que instalan sus campings y restaurantes en las playas más lindas y
cobran precios exorbitantes? Porque la comida uno se la puede llevar, pero
acampar fuera de esas áreas designadas, hasta donde sé, no es posible.
Recuerdo el parque nacional Los
Frailes, en la costa ecuatoriana, muy cerca de Puerto López, de una belleza
paisajística comparable a la de Tayrona, bosque seco y playas con acantilados.
La entrada era GRATIS.
Hecho el descargo, me toca
hablar de uno de los lugares más hermosos que conocimos en este viaje.
Emprendimos la travesía desde Santa Marta en buseta y en 30 minutos estuvimos
en uno de los puntos de acceso al parque: el Zaino.
De ahí fuimos hasta el Cañaveral
en camioneta, donde se iniciaban las 2 horas y media de caminata. Nos
internamos en un ecosistema de selva, con mucha humedad y rodeados de árboles
altos y vegetación frondosa.
Al poco tiempo de marcha alcanzamos
a divisar unos monitos minúsculos y blancos colgados de las ramas y por tierra
corrían unas lagartijas velocistas con cola larga azul fosforescente. De fondo
se escuchaba el sonido de las olas chocando con las piedras.
Una vez que arribamos a
Arrecifes, caminamos por la playa hacia Cabo San Juan, pasando por Piscina, y
en ese trayecto predominaban las palmeras y se podían observar centenares de
cangrejos andando de costado, que apenas se daban cuenta que estábamos allí, se
metían en hoyos cavados profundamente en la arena.
También se alcanzaba a ver gran cantidad de aves de mar y de selva, entre ellas las carroñeras, que aguardaban alguna defunción para cenar.
En Cabo San Juan pasamos dos
noches de carpa, playa, latas de atún y arvejas. El agua es azul, a veces verde,
de acuerdo a cómo le da el sol. Playas de arena blanca con palmeras que dejaban
al alcance de uno decenas de cocos y el desafío de poder abrirlos golpeándolos
contra alguna piedra. Y más allá las montañas y la selva.
¡Un verdadero
festival de vida que pudimos darnos el lujo de disfrutar y que podría estar más
accesible e igual de protegido, para que todos tengan la oportunidad de conocerlo!
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