Salento se encuentra al norte de Armenia, en el departamento de Quindío, en lo que se da en llamar la ruta del café. Marchamos hacia allí el viernes, para el fin de semana largo debido al Día de Todos los Santos.
Viajar un feriado a un pueblito como éste que se tornó tan turístico, implica decenas de personas caminando por las
calles o amuchados en los bares, y hospedajes que valen fortunas. Nosotros no le
prestamos demasiada atención a estas cuestiones y padecimos un tanto las
consecuencias.
Arribamos
ya de noche, a eso de las 7 de la tarde, porque otra vez el micro nos jugó una
mala pasada. Se recalentó el motor en una de las tantas subidas de esta
geografía de colinas y estuvimos parados 2 horas.
Sin embargo, apenas ingresamos a
Salento se nos pasó el mal trago, porque caímos en la cuenta de que es un lugar
de ensueño. El crujir de las arepas cocinándose en parrillas montadas en
puestitos callejeros, la gente bailando espontáneamente en los restaurantes al
ritmo de la bachata, la salsa y los boleros viejos y el aroma del café en cada
esquina nos hizo sentir a gusto.
Estábamos con las mochilas a
cuestas y todos nuestros bártulos cuando un niño se ofreció a ayudarnos a
buscar hospedaje. Nos llevó a lo de doña María, quien no nos atendió de la
mejor manera porque se dio cuenta que no éramos fuente de riquezas, pero a
pesar de esto nos facilitó una habitación doble sumamente confortable por sólo
30.000 pesos colombianos (15 dólares), con la condición de que al día siguiente
nos fuéramos a otro sitio sin chistar, porque esa misma pieza iba a valer
3 veces más.
Aceptamos,
pasamos allí la noche y al día siguiente se reanudó la búsqueda de vivienda.
Todo estaba ocupado, reservado o caro. Finalmente encontramos un hostel bonito,
en el que se respiraba lindo ambiente, pero con los siguientes puntos en
contra: mucha humedad en la habitación (meterse en la cama era como darse un
chapuzón en la pileta); un parcero vecino que a las 5 de la mañana se le daba
por escuchar la radio local a todo volumen; y una corriente de agua un tanto
hedionda que pasaba cerca. Pusimos en la balanza pros y contras y nos quedamos.
Además ya estaba lloviendo.
¡Cómo
llueve en este lugar, por lo menos en el mes de noviembre! Por esa razón el sábado pasamos la tarde
jugando al truco y tomando mate, ya que el aguacero no paraba. A la noche
aprovechamos una televisión enorme y nos vimos una película colombiana sobre el
Chocó, una región del noroeste de este país, sobre el Pacífico, con población
afroamericana, muy pobre.
El domingo cuando amanecimos
seguía lloviendo, y así se mantuvo durante todo el día. Por la tarde, en un
descanso que nos dio el cielo, fuimos a un punto alto desde donde se podía ver
todo el pueblito. Y paseamos por la calle Real surcada por casitas coloridas con
balcones a tono, muy pintorescas.
El lunes
feriado activamos, y nos dirigimos al valle de Cocora en jeep. Nos empapamos y
embarramos desde la capocha a los pies, pero pudimos caminarlo un poco y ver, a pesar de
la neblina, las palmas de cera altísimas, árbol nacional de Colombia, y cruzar varias veces el río Quindío por
puentes rudimentarios de tablones de madera.
Otro tema: ¡qué café más sabroso
probamos en estas latitudes! Es que viene directamente de las fincas cercanas
donde se cultiva. Y lo muelen ahí mismo en los bares.
Me pregunto: ¿será que es necesario
que llueva tanto para que la planta de café crezca sana y fuerte? Como sea, nos mojamos hasta el resfrío pero sucumbimos al placer de la cafeína auténtica. Y a pesar de ello, dormimos lo más
bien… Húmedos pero bien.
hola...salento es my lindoooo..felicitaciones por su viaje y siga sonañdo
ResponderBorrarmassimo nico y la banana