El sueño de una generación de recuperar el poder usurpado por el país del norte y sus secuaces títeres -Batista entre ellos- y lograr desde ese lugar una sociedad más justa, se llevó a cabo el 1 de enero del año 59 en Cuba, una de las tantas islas que existen en el Caribe y que adquiriría a partir de ese momento una singularidad merecida.
Estos ideales de justicia social e igualdad quisieron ser extendidos a los países latinoamericanos, pero los ejércitos entrenados por el diablo norteamericano, las petroleras y la ambición del hombre en general pudieron más.
De esta forma Cuba quedó aislada, resistiendo.
Mañana visitaremos la isla por primera vez, a pocos días del aniversario número 55 de la revolución. Vamos sin expectativas, lo más neutros posible, a escuchar lo que nos quiera contar la gente, la calle, las paredes.
Provenimos del resto del mundo, de uno de los tantos países que dejó sola a Cuba. Nuestro modus operandi es capitalista y nuestro inconciente freudiano está regido por el dinero.
No podemos entender cómo no hay internet en la isla, por qué existe una moneda para turistas y otra para cubanos, por qué razón lucen quedados en el tiempo y cómo hacen para vivir con 20 dólares al mes, entre otras cosas.
Pero sí nos es familiar y aceptamos sin siquiera sorprendernos las desnutrición infantil, el desempleo, la explotación de nuestros recursos por potencias extranjeras, el analfabetismo, la destrucción de la salud pública por los gobiernos de turno (¡Macri estoy hablando de vos!) y la lista podría seguir interminable.
Por todo lo dicho, viajamos a Cuba intentando hacer a un lado lo más posible nuestros prejuicios, permeables. A nadar en el mar Caribe, perfeccionar nuestra salsa, charlar con la gente y desaprender lo aprendido. A hacer colas kilométricas por un jabón, andar en autos de otra época, despojarse de las múltiples opiniones a favor y en contra y a recibir elogios por el sólo hecho de ser argentino igual que el Che.
miércoles, 27 de noviembre de 2013
Tayrona, la joya del norte colombiano
Tayrona posee una belleza natural inaudita, es
selva con mar. Por suerte se convirtió en parque nacional en el año 1964, lo
cual evita que sea destruido por el homo depredador humanus.
Es la joya del norte colombiano por dos razones: la primera tiene que ver con lo caro, es prácticamente un lujo visitar el parque. Y la segunda con lo bello y brillante, un diamante en bruto.
Estas dos características con las que cuenta provocaron que se haya
transformado en un negocio y que sólo puedan acceder a él los que tienen plata.
La entrada al parque para
extranjeros cuesta 37.500 pesos colombianos (20 dólares), lo mismo que una
habitación doble con baño privado en un hostel. ¿Cómo se puede ser tan
mezquino, apropiarse de un paraíso como éste con el pretexto de protegerlo y
restringir el acceso a los pudientes?
Entiendo que cobren 3 veces más
a los turistas que vienen de Europa y Estados Unidos, cuya moneda vale 10 veces
más que la de cualquier país latinoamericano, pero a los latinos no
colombianos nos deja sin alternativa.
Para ejemplificar esto que estoy
contando basta decir que son muy graciosas las noches en los campings a la hora
de la cena: parece Hawai porque todo el mundo conversa en inglés, ya que los
gringos son los que pueden afrontar los gastos que impone este parque.
¿Quién regula a las empresas
privadas que instalan sus campings y restaurantes en las playas más lindas y
cobran precios exorbitantes? Porque la comida uno se la puede llevar, pero
acampar fuera de esas áreas designadas, hasta donde sé, no es posible.
Recuerdo el parque nacional Los
Frailes, en la costa ecuatoriana, muy cerca de Puerto López, de una belleza
paisajística comparable a la de Tayrona, bosque seco y playas con acantilados.
La entrada era GRATIS.
Hecho el descargo, me toca
hablar de uno de los lugares más hermosos que conocimos en este viaje.
Emprendimos la travesía desde Santa Marta en buseta y en 30 minutos estuvimos
en uno de los puntos de acceso al parque: el Zaino.
De ahí fuimos hasta el Cañaveral
en camioneta, donde se iniciaban las 2 horas y media de caminata. Nos
internamos en un ecosistema de selva, con mucha humedad y rodeados de árboles
altos y vegetación frondosa.
Al poco tiempo de marcha alcanzamos
a divisar unos monitos minúsculos y blancos colgados de las ramas y por tierra
corrían unas lagartijas velocistas con cola larga azul fosforescente. De fondo
se escuchaba el sonido de las olas chocando con las piedras.
Una vez que arribamos a
Arrecifes, caminamos por la playa hacia Cabo San Juan, pasando por Piscina, y
en ese trayecto predominaban las palmeras y se podían observar centenares de
cangrejos andando de costado, que apenas se daban cuenta que estábamos allí, se
metían en hoyos cavados profundamente en la arena.
También se alcanzaba a ver gran cantidad de aves de mar y de selva, entre ellas las carroñeras, que aguardaban alguna defunción para cenar.
En Cabo San Juan pasamos dos
noches de carpa, playa, latas de atún y arvejas. El agua es azul, a veces verde,
de acuerdo a cómo le da el sol. Playas de arena blanca con palmeras que dejaban
al alcance de uno decenas de cocos y el desafío de poder abrirlos golpeándolos
contra alguna piedra. Y más allá las montañas y la selva.
¡Un verdadero
festival de vida que pudimos darnos el lujo de disfrutar y que podría estar más
accesible e igual de protegido, para que todos tengan la oportunidad de conocerlo!
viernes, 22 de noviembre de 2013
Barú, el paraíso encontrado
Las de
Cartagena son las típicas playas de ciudad, como Manta en el Pacífico
ecuatoriano y Mar del Plata sobre el Atlántico argentino. Y como tal no son
lindas.
Los edificios tapan el sol y uno
no se puede escapar de la gente y el ruido. El mar es marrón por los desechos
cloacales, la gasolina derramada y la basura arrojada.
Estimo que los seres humanos conscientes de esta situación, utilizamos un mecanismo de negación para zambullirnos de todas formas y disfrutar. Pero no es lo que esperábamos de Cartagena de Indias y el mar Caribe.
Ahora bien, si uno opta por ir a
playa Blanca en isla Barú, a sólo horita y media del centro de Cartagena, la
cosa cambia radicalmente. ¿Pero cómo hacer si los tours son un robo a mano
armada?
Siempre existe una alternativa.
Hablamos con Alba, la señora que limpia en el hotel donde estábamos alojados y
nos cantó la posta. Caminamos 2 cuadritas, atravesamos un puente y sobre una
curva nos subimos a un colectivo que nos alcanzó hasta Pasacaballos.
Viajamos con la gente del
pueblo, en su mayoría trabajadores, y un clima muy alegre y popular se sentía,
con el acordeón del vallenato de fondo. De este modo es mucho más placentero
que compartir una lancha con gringos excitados angloparlantes, jugadores de
beisbol y comedores de hamburguesa.
Al llegar a Pasacaballos nos montamos en una moto cada uno y con ella a un ferri con el que cruzamos un brazo
pequeño del río Magdalena ¡Ya estábamos en isla Barú!
Continuamos en la moto con el
viento lavándonos la cara hasta playa Blanca, a través de un paisaje de
árboles, matas y mucho verde. Los pobladores de la isla son
afroamericanos, lo que le da ritmo, color y una riqueza cultural inimaginable.
Este lugar es uno de los pocos
que quedan sin privatizar, en cambio, las islas del Rosario ya fueron
compradas. Sin embargo, la belleza de Barú es tal, que en cualquier momento
será usurpada, codicia del hombre.
En definitiva, estábamos en el
lugar por sólo 13.700 pesos colombianos (7 dólares): 1.700 del bus, 10.000 de
la moto y 2.000 del ferri, y regresaríamos por el mismo precio. En total 27.400
ida y vuelta, menos de la mitad de los 60.000 que ofertaba el tour, y todo el
tiempo que uno quisiera para estar en la playa, no las escasas 3 horas
estrictamente controladas.
¡Y sí señores! Hemos conocido el
paraíso antes de morirnos. Este sitio es la manzana prohibida y nos sentimos
Adán y Eva. Imaginense: agua calentita y color turquesa –se podían ver pasar
los pececitos y los pies-, arena blanca, palmeras, poca gente –la mayoría del
lugar, negros simpáticos, pero que se excedían un tanto intentando venderte
algo-, barcitos improvisados que bendicen el almuerzo con exquisitos platos de
pescado y camarones y mucha pero mucha fruta.
No me alcanzan las palabras para describir la belleza de este rinconcito del norte de Colombia, todavía público, sin edificios, ni ruido, y con mar cristalino. Tendrían que ver nuestra cara de felicidad y relajo y nuestra piel bronceada.
Seguimos más vivos que nunca, y
ya conocimos el paraíso. Nuestro eterno agradecimiento a la Madre Naturaleza.
jueves, 14 de noviembre de 2013
Arepas de cariño
Medellín es
hermosa por su gente. Apenas llegamos teníamos la opción de ir a 3 casas: una
en barrio Envigado, otra en Laureles (uno de los más top) y la tercera en
Guarne, un tanto alejada y agreste.
Fuimos a parar a Laureles, donde
Adri, una psicóloga paisa, viajera, actriz y profesora de la universidad de
Envigado, se había mudado recientemente con 2 amigos. Estuvimos allí una semana
y pudimos descansar, tomar café hasta la úlcera gástrica en el balconcito y
participar de la fiesta de inauguración.
Se trata de un departamento muy
espacioso, fresco y moderno. Cuenta con 5 ambientes (uno de servicio), 3 baños,
cocina larga y balcón al frente, así que estuvimos muy cómodos. Y lleno de
detalles, decorado como quien no quiere la cosa: cuadritos en el living, una libélula
de plástico en el vidrio y un televisor viejo sin pantalla con una pantera rosa
de plástico dentro.
El barrio también nos atrapó.
Edificios lindos, no tan altos, mucho verde, calles limpias, no muchos autos y
la increíble calle 70. Caminar dicha calle desde la avenida San Juan (la número
44) hasta el estadio de Nacional de Medellín, fue uno de nuestros mayores
placeres: puestitos que vendían pizza paisa, ensaladas de fruta, arepas e
intercalados barcitos donde se podía bailar salsa o sentarse a tomar una
cerveza o jugar al billar. Y al fondo el estadio y el folklore del fútbol:
absolutamente todo teñido de verde y blanco, los colores de Nacional, uno de
los pocos equipos colombianos que ganó la Libertadores en el 89.
Participamos de la fiesta de
inauguración de la casa de Adri y conocimos mucha gente linda. Tomamos vino
hasta el cansancio, picamos algo y bailamos salsa al final de la noche.
Cuando terminamos nuestra
estadía allí, nos mudamos a Envigado, la casa de Meli, estudiante de psicología
en la universidad de dicho barrio, amante del teatro y discípula de nuestra
anfitriona anterior. Con sólo 22 años, se la ve muy segura de lo que quiere.
Entre sus anhelos aparece el de viajar y volver a Buenos Aires, tierra que ya
visitó, pero con la cual quedó ligada, vaya a saber uno por qué.
Allí conocimos a Marta y John, 2
personas queribles por donde se los vea, padres de Meli. Ellos nos trataron
como reyes y se dedicaron a engordarnos como ganado. Nos cocinaban a toda hora: patacones,
frijoles, arepas de choclo con revuelto de huevo, cebolla y salchicha y el
infaltable tintito de café.
Nosotros agradecimos la hospitalidad con un bife a la criolla ¡bien argentino che!
Pero no solamente la gente con
la que uno se relacionó fue hospitalaria y amable, sino también la desconocida.
Cada vez que nos perdimos en la ciudad, siempre hubo un paisa dispuesto a
ayudarnos, incluso a llevarnos "de la mano" a nuestro destino.
Recién llegados en Medellín,
fuimos con Adri y sus estudiantes, que forman el semillero de teatro, a un
barcito en el que se podía escuchar la melodía nostálgica de un tango. Es que
esta ciudad en la que Carlitos Gardel vivió sus últimos instantes antes del trágico
accidente, es bien tanguera.
Allí un señor de unos cincuenta
y tantos años, pelado, rechoncho y con anteojos, quien se encontraba apostado
sobre la barra bebiendo un vaso de licor, quedó encantado con la belleza de mi
compañera, a tal punto que le invitó un tamal. En este caso la amabilidad se
mezcla con encantamiento pero también cuenta.
Abracé a Ana para dejar en claro quién era el
novio, e inmediatamente el señor pidió que no me ponga celoso, pero a su vez
prohibió que yo probara el tamal. Era sólo para Ana.
Recorrimos además el Poblado, un
barrio turístico, con muchos hosteles, bares, noche y gringos, que no nos
gustó; el centro de la ciudad (San Antonio), donde está el parque de Botero, lleno de sus rechonchas esculturas y la calle peatonal Junín, símil Florida, en la que se sitúa el café Versalles, meca de argentinos por sus empanadas de carne y porque venden yerba.
Por último visitamos el parque Arví, inmenso bosque con río y laguna incluídos,
al que accedimos por metro – cable, un teleférico que se toma en la estación
Acevedo de la línea A del metro y te lleva por encima de las comunas más pobres
hasta Santo Domingo, y de ahí al parque.
Las casitas de estos barrios están
construidas sobre la falda de las colinas que rodean Medellín. Los techos son de
chapa, sostenidos por un par de ladrillos que evitan que se vuelen. Se puede
distinguir desde lo alto una señora que cuelga la ropa y los niños con sus
uniformes que van a la escuela.
La ciudad entera nos abrió las
puertas. Fui invitado a dar una clase de clown a los chicos del semillero de
teatro, estudiantes de psicología, en el gimnasio de la universidad de
Envigado. Todos ellos tenían unas ganas locas de aprender y divertirse, así que
salió muy linda.
Son jóvenes preocupados por la sociedad en la
que viven, o mejor dicho ocupados en que cambie. Trabajan con personas “desplazadas”,
es decir, que fueron expulsadas de un barrio a otro, o que tienen familiares
que fueron víctimas de los conflictos armados.
¿Qué más? Hoy por la noche, después de un mes y
medio de descanso, vamos a compartir nuestra música en un barcito “Chapoleras”,
cerquita de donde estamos viviendo.
Van a venir a escucharnos todos los amigos que
nos hicimos en estos 14 días de estadía en este lugar del mundo tan particular,
lleno de desigualdades y conflictos, pero también de gente maravillosa que nos
alojó en sus hogares, nos cocinó sus arepas, nos contagió con su alegría y nos
abrió su corazón.
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