Veníamos viajando hacía 4 meses con la mochila,
alojándonos en los hostales más económicos o disfrutando de la hospitalidad de
la gente –que es mucha- a través de couchsurfing, comiendo en los mercados o
cocinándonos nuestro arroz con atún, gastando lo justo y necesario, total la
naturaleza provee. Nos dábamos algunos gustitos, muy austeros: un café con
torta o cervecita en la playa.
Llegamos a la Habana con la
misma filosofía, la que nos condujo a la casa de una mujer en el barrio Vedado,
que nos había recomendado una amiga de Medellín. Ella se transformó en nuestra
amiga y madre cubana y nos enseñó a manejarnos en estas latitudes. Se puede
decir que vivimos 6 días como si fuéramos del lugar.
Allí surgieron las ganas de conocer la isla –en
realidad ya las traíamos pero íbamos paso a paso como Mostaza- comenzando por
las playas de Varadero de las que tanto nos habían hablado. Estuvimos
averiguando la forma de hacerlo y las únicas dos opciones eran: casa de familia
u hotel. Nos decidimos por la segunda porque se podía pagar con tarjeta de
crédito y ya no nos quedaba efectivo. Y además nos hicieron una super oferta
por uno de 3 estrellas all – inclusive.
¿Cómo sigue la historia? Por
primera vez en nuestras vidas estábamos en un all – inclusive. Apenas entramos
a la construcción enorme nos sentimos como dos niños que reciben el barco de
piratas de los playmóviles de regalo.
El hotel tiene un lobby central
seguido por un parque inmenso con caminos, puentes para cruzar los lagos
artificiales habitados por patos, algún ganso y peces naranjas, edificios de 2
pisos donde se amuchan las habitaciones tipo albergue transitorio, bungalows, un restaurant, un snack bar en la zona de la
piscina, una disco – cabaret y más allá el mar azul manso, sin olas, ideal para
hacer la plancha y la playa de arena blanca como harina.
El desayuno, almuerzo y cena se
desarrollaban en el buffet. Muchísima comida toda junta y pecadores con sus
platos en alto buscando la combinación preferida de frutas, fiambres, carnes y
ensaladas. Faltaba Nerón con sus uvas y estábamos todos. La pregunta que uno
instantáneamente se hace es cómo puede ser que allí –un hotel de capitales
cubanos 100% por lo que nos comentaron- ocurra esa orgía culinaria por la variedad y
la abundancia y en los barrios las tiendas estén desabastecidas.
La segunda cuestión que uno no entiende es por qué Fidel Castro en su momento, y ahora Raúl, permiten que opere este tipo
de alojamientos construidos para una elite extranjera y vedados en parte para los habitantes de la isla. Esto genera un comprensible resentimiento en algunos cubanos.
La explicación que se nos dio, nos
convenció parcialmente y es de índole meramente económica. Desde que cayó el
muro de Berlín en el año 89 y desapareció la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas como tal, principal país con el cual Cuba mantenía una relación
comercial –dado entre otras cosas el feroz bloqueo sufrido por no acatar las
órdenes del “país de la libertad”- el turismo pasó a ser la más importante
fuente de ingresos a la isla.
El Estado cubano permitió la
inversión de capitales extranjeros europeos en hoteles y regula las ganancias
de éstos: mitad para ellos y mitad para el país. Esta actividad turística
sostiene la economía de la isla en estos momentos de la historia.
Continuando con la narración, había
un grupo de Animación, así se hacía llamar, cuyo trabajo consistía en
mantenernos entretenidos. Organizaban partidos de vóley en la playa –en los que
tuve una participación destacada, humildad aparte-, clases de salsa y mambo,
tardes de bingo en la piscina con una botella de ron como trofeo y noches de
baile, de elegir a la Reina del hotel y también show homenaje a Michael
Jackson.
Nos tocaron 2 días de mucho sol,
en los que pudimos aprovechar el mar más hermoso que hayamos conocido hasta
ahora. Supera con creces al Mediterráneo, al Pacífico y a nuestro querido mar
argentino Atlántico sur y sus playas, donde llenamos de arena nuestros primeros baldes,
hicimos nuestros primeros castillos, mojamos aquellas mallas infantiles y nos
tumbaron esas olas marrones y frías que no olvidaremos jamás.
La de Varadero fue una
experiencia que nunca habíamos tenido, de mucho confort, sedentarismo del bueno
–el de estar en una reposera con un vaso de piña colada en una mano y un perro
caliente en la otra mirando el mar-, gula, gringos, interrogantes, lucha
interna, cuestionamientos ideológicos y finalmente soltarse y disfrutar.
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