Desde Baños llegamos al oriente un día
Domingo. Tena estaba desolada, todos los negocios cerrados, no había gente en
las calles y lo único que podíamos sentir de la selva era ese clima caluroso y
húmedo que lo hace poner a uno pegajoso y sudoroso. La mochila se te pega a la
espalda y se fusiona con tu cuerpo.
No sabíamos para dónde ir, así que decidimos
aguardar en la plaza principal y un rato más tarde nos metimos en un ciber, el
único lugar abierto en varios kilómetros a la redonda.
Sucumbimos al facebook, hotmail, yahoo y
todos esos males que aquejan actualmente a la humanidad hasta que por fin sonó
mi celular. Era Carlos, el amigo que nos iba a hospedar cerca de Archidona, en
el complejo de cavernas Jumandy, para ser más preciso entre Archidona y Coca.
Nos compramos unos helados de palito para
apaciguar la temperatura y nos dirigimos a la parada del Expreso Napo, color
blanco y rojo, los colores del Globito de Parque Patricios, que nos alcanzaría
al complejo.
Una vez que llegamos tuvimos una secuencia de
esas que es preferible olvidar. Estábamos entrando en la casa de Carlos cuando
el vecino de adelante nos para y nos dice que teníamos que presentar
pasaportes, fotocopias de pasaportes y no sé qué otro papel ridículo, porque
había habido unos extranjeros que habían robado 2 cámaras de fotos y una
computadora y que podíamos ser narcotraficantes y no sé qué otro adjetivo más.
Ante tal hostilidad llamamos a Carlos,
entramos con él, dejamos nuestras cosas en una habitación con dos camitas y
aguardamos a que llegue la noche.
¿Cómo era la casa? Unas escaleras te
adentraban en el patio, que estaba en el centro. Había un pedacito de tierra
delimitado por piedras dedicado a los desechos orgánicos, unas cuerdas para
colgar la ropa y un caminito que conducía hacia las habitaciones. Eran 3
habitaciones independientes. El baño y la cocina se compartían. La cocina muy
amplia como si fuera un quincho, con una mesa larga de madera, para disfrutar
de a muchos los almuerzos y cenas.
El baño es otro cantar. Uno que viene de una
gran ciudad como Buenos Aires donde se arman debates acerca de la importancia
de la higiene y donde se invierten fortunas para combinar el color de los
azulejos con el del inodoro, tal vez choque un poco este tipo de baños, en los
que hay que llenar un baldecito para tirar la cadena, el agua es fría, cuando
te bañas puede entrar desde una lagartija hasta un rinoceronte porque la
estructura es abierta y no hay bidet ni aromatizador con esencia de rosas.
A la noche se podía escuchar una orquesta de seres
vivos. Ninguno se ve pero están allí, en sus casitas, comiendo, cortejando a la
hembra, picando algún pie desprevenido. Es abrumador el sonido e impide que uno
se sienta solo. En la Amazonía uno está todo el tiempo acompañado por millones
de bichitos microscópicos. De repente se visualizaba a lo lejos una bandada de
murciélagos y algún roedor osaba salir a conversar con un pariente, mirar la
luna o apoderarse de un pedazo de queso abandonado en el piso.
Al día siguiente nos levantamos tempranito. A
eso de las 7 de la matina el sol ya nos había despertado. Paramos un bus en la
ruta que nos alcanzó hasta un sitio con unas pocas casitas de madera y un
camino. Emprendimos la marcha por allí y al ratito nomás estábamos rodeados de verde, árboles
frondosos, plantas que te besaban las piernas, insectos que se camuflaban,
nidos colgando de las ramas, aves cantándonos al oído la melodía de la Madre
Naturaleza. ¡Estábamos en la selva finalmente señores! ¡Qué sensación más
linda!
Nuestras zapatillas Adidas y Olimpykus comenzaron
a llenarse de barro, todas manchaditas. Es que la naturaleza no respeta a las
multinacionales. ¡Y hace muy bien! Nosotros deberíamos hacer lo mismo.
De vez en cuando llovía y uno ya no
distinguía cuánto de lo mojado era por el sudor y cuánto por la lluvia. Hermosa
sensación: el agotamiento, calor, humedad y prurito coronados por el descenso,
agarrándonos de las ramas, a una cascada bella, escondida entre las rocas y
vegetación para que nadie la encuentre. Un tesoro que se nos abrió ante
nuestros ojos desorbitados. Y no nos quedó otra que agradecer y nadar en esas
aguas cristalinas. O descansar como lagartos en las rocas, absorbiendo los
rayos de sol que se colaban entre las hojas.
La vuelta fue por un atajo, más tranquila y
corta y al mirar hacia atrás era como si los millones de animalitos y plantas
nos estuvieran despidiendo. El cielo nos esperó y una vez que estuvimos en el
micro que nos devolvería a nuestro hospedaje, se largó a llover con todo, tal
vez para recordarnos que la Naturaleza hace con nosotros lo que se le antoja y
debemos respetarla porque es nuestra madre.
Que buen relato Caracolito!!!! mira donde te esta llevando la vida! Saludos desde los lugares (PSEUDO)higienicos.... Celina!
ResponderBorrarHola Celi! La selva estaba llena de orugas, gusanos y caracolitos, que hacían lo suyo lentamente, como a mi me gusta. Beso grande!
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