¿Es cierto que la gente pobre es más feliz? ¿Es
posible que los que menos tienen sean más hospitalarios, solidarios y amables?
Arribamos a Colombia de noche, justo como no lo
habíamos planeado. El micro se retrasó 5 horas por sucesivos cortes de ruta, policías
que se hacían los que trabajaban husmeando los asientos, palpando el equipaje y poniendo "cara de rudo", y una demora en migraciones
por un bebito que no tenía sus papeles.
Apenas pusimos un pie en la estación terrestre de Cali,
se largó una tormenta que nos humedeció las ganas después de 23 horas de viaje
desde Quito.
Por suerte un amigo caleño que contactamos a
través de la compu, nos pasó a buscar en su Renault 12 viejo, con secuelas de
un choque de camión, y nos llevó hasta su casa donde pasaríamos nuestra
primera noche.
Llegamos a un barrio humilde, oscuro, pero en
el que se podía ver a la gente en la calle conversando a pesar de la hora. Las
puertas de las casas estaban abiertas y los niños recién terminaban de jugar.
La casa
se encontraba al fondo, cerca de la ruta. Estaba a medio construir, con paredes
de ladrillos y no había puertas sino cortinas.
La familia nos recibió con abrazos y sonrisas y nos acomodamos en una habitación junto a otros 2 argentinos. En total éramos 7 los que estábamos siendo hospedados, todos del Río de la Plata, viajeros y artistas. Cada uno en lo suyo: un cordobés que dibujaba en las plazas, una dupla que hacía malabares en los semáforos y otros que se daban maña con los hilos, el macramé y las artesanías.
Dormimos largo y tendido y al día siguiente nos
buscamos un hostel, porque estábamos un tanto hacinados y lejos del centro, pero prometimos volver
para el cumpleaños número 92 del abuelo al día siguiente.
Fuimos a parar al hostel que se ve en la foto de abajo, en el barrio San Antonio, céntrico y turístico.
Al día siguiente, domingo de misa, tomamos el M.I.O, una especie de
trolebús caleño, y estuvimos en 30 minutos de vuelta en el barrio. Nuevamente el
recibimiento fue muy cálido y con algo de sorpresa, porque no creían que íbamos
a regresar.
Estaba toda la familia reunida: el cumpleañero
de 92 pirulos que aparenta mucho menos, su mujer de 91 cocinando, hijos, nietos y primos. Fue una verdadera fiesta.
Iban y venían los cajones de cerveza Póker,
mientras el sancocho se preparaba en una enorme olla de lata sobre
el fuego de leña. La salsa sonaba desde arriba, como viniendo del cielo: habían
puesto dos parlantes gigantescos en un balconcito que daba al frente.
Como la comida tardaba, no hubo otra opción que
empezar a mover las caderas. Los más añosos eran los que mejor bailaban y entre
ellos se destacó un primo de Pereira, que tenía un ritmo que no se podía
imitar. Le salía de adentro.
Las mujeres anunciaron que el almuerzo estaba
listo y como éramos tantos y las sillas no daban abasto, nos sentamos primero
los hombres a comer y una vez que terminamos, nos siguieron las mujeres. Una
cuestión un tanto machista aceptada.
El sancocho estaba delicioso. Consiste en un
caldo, bien condimentado con hierbas, yuca, plátano, maíz y una pata de pollo
casero, sin hormonas, coronando el plato. ¡Riquísimo!
Luego continuó la salsa, con pasos más
extravagantes y difíciles de sostener por el alcohol, y más entrada la tarde se
inició el campeonato de sapo en plena calle, con la participación de todos los
vecinos.
¡Cuánta alegría a bajo costo! ¡Cuánta felicidad
sin dinero! Todos riendo, compartiendo y bailando y no queriendo que la cosa
acabe.
La respuesta a las preguntas iniciales son
afirmativas. La gente humilde tiene más capacidad para ser feliz y es más
virtuosa que la pudiente en cuanto a generosidad. Eso ubica al dinero y todo lo
que lo rodea en un lugar siniestro y sin importancia. Todo lo ensucia y lo
mancha y no tiene el poder de la solidaridad, reciprocidad y del ritmo de la
salsa colombiana.
Y continuamos bailando en esta Cali colonial,
negra y salsera, con el sancocho en la panza, la sonrisa en el rostro y el agradecimiento
en el alma.