jueves, 31 de octubre de 2013

Riqueza caleña

¿Es cierto que la gente pobre es más feliz? ¿Es posible que los que menos tienen sean más hospitalarios, solidarios y amables?

Arribamos a Colombia de noche, justo como no lo habíamos planeado. El micro se retrasó 5 horas por sucesivos cortes de ruta, policías que se hacían los que trabajaban husmeando los asientos, palpando el equipaje y poniendo "cara de rudo", y una demora en migraciones por un bebito que no tenía sus papeles.

Apenas pusimos un pie en la estación terrestre de Cali, se largó una tormenta que nos humedeció las ganas después de 23 horas de viaje desde Quito.

Por suerte un amigo caleño que contactamos a través de la compu, nos pasó a buscar en su Renault 12 viejo, con secuelas de un choque de camión, y nos llevó hasta su casa donde pasaríamos nuestra primera noche.

Llegamos a un barrio humilde, oscuro, pero en el que se podía ver a la gente en la calle conversando a pesar de la hora. Las puertas de las casas estaban abiertas y los niños recién terminaban de jugar.

 La casa se encontraba al fondo, cerca de la ruta. Estaba a medio construir, con paredes de ladrillos y no había puertas sino cortinas.

La familia nos recibió con abrazos y sonrisas y nos acomodamos en una habitación junto a otros 2 argentinos. En total éramos 7 los que estábamos siendo hospedados, todos del Río de la Plata, viajeros y artistas. Cada uno en lo suyo: un cordobés que dibujaba en las plazas, una dupla que hacía malabares en los semáforos y otros que se daban maña con los hilos, el macramé y las artesanías.

Dormimos largo y tendido y al día siguiente nos buscamos un hostel, porque estábamos un tanto hacinados  y lejos del centro, pero prometimos volver para el cumpleaños número 92 del abuelo al día siguiente.




Fuimos a parar al hostel que se ve en la foto de abajo, en el barrio San Antonio, céntrico y turístico.

 
Al día siguiente, domingo de misa, tomamos el M.I.O, una especie de trolebús caleño, y estuvimos en 30 minutos de vuelta en el barrio. Nuevamente el recibimiento fue muy cálido y con algo de sorpresa, porque no creían que íbamos a regresar.

Estaba toda la familia reunida: el cumpleañero de 92 pirulos que aparenta mucho menos, su mujer de 91 cocinando, hijos,  nietos y primos. Fue una verdadera fiesta. 

Iban y venían los cajones de cerveza Póker, mientras el sancocho se preparaba en una enorme olla de lata sobre el fuego de leña. La salsa sonaba desde arriba, como viniendo del cielo: habían puesto dos parlantes gigantescos en un balconcito que daba al frente.

Como la comida tardaba, no hubo otra opción que empezar a mover las caderas. Los más añosos eran los que mejor bailaban y entre ellos se destacó un primo de Pereira, que tenía un ritmo que no se podía imitar. Le salía de adentro.

  
Las mujeres anunciaron que el almuerzo estaba listo y como éramos tantos y las sillas no daban abasto, nos sentamos primero los hombres a comer y una vez que terminamos, nos siguieron las mujeres. Una cuestión un tanto machista aceptada.

El sancocho estaba delicioso. Consiste en un caldo, bien condimentado con hierbas, yuca, plátano, maíz y una pata de pollo casero, sin hormonas, coronando el plato. ¡Riquísimo!

Luego continuó la salsa, con pasos más extravagantes y difíciles de sostener por el alcohol, y más entrada la tarde se inició el campeonato de sapo en plena calle, con la participación de todos los vecinos.


¡Cuánta alegría a bajo costo! ¡Cuánta felicidad sin dinero! Todos riendo, compartiendo y bailando y no queriendo que la cosa acabe.

La respuesta a las preguntas iniciales son afirmativas. La gente humilde tiene más capacidad para ser feliz y es más virtuosa que la pudiente en cuanto a generosidad. Eso ubica al dinero y todo lo que lo rodea en un lugar siniestro y sin importancia. Todo lo ensucia y lo mancha y no tiene el poder de la solidaridad, reciprocidad y del ritmo de la salsa colombiana.

Y continuamos bailando en esta Cali colonial, negra y salsera, con el sancocho en la panza, la sonrisa en el rostro y el agradecimiento en el alma.



miércoles, 23 de octubre de 2013

Welcome to the jungle!


Desde Baños llegamos al oriente un día Domingo. Tena estaba desolada, todos los negocios cerrados, no había gente en las calles y lo único que podíamos sentir de la selva era ese clima caluroso y húmedo que lo hace poner a uno pegajoso y sudoroso. La mochila se te pega a la espalda y se fusiona con tu cuerpo.


No sabíamos para dónde ir, así que decidimos aguardar en la plaza principal y un rato más tarde nos metimos en un ciber, el único lugar abierto en varios kilómetros a la redonda.

Sucumbimos al facebook, hotmail, yahoo y todos esos males que aquejan actualmente a la humanidad hasta que por fin sonó mi celular. Era Carlos, el amigo que nos iba a hospedar cerca de Archidona, en el complejo de cavernas Jumandy, para ser más preciso entre Archidona y Coca.

Nos compramos unos helados de palito para apaciguar la temperatura y nos dirigimos a la parada del Expreso Napo, color blanco y rojo, los colores del Globito de Parque Patricios, que nos alcanzaría al complejo.


Una vez que llegamos tuvimos una secuencia de esas que es preferible olvidar. Estábamos entrando en la casa de Carlos cuando el vecino de adelante nos para y nos dice que teníamos que presentar pasaportes, fotocopias de pasaportes y no sé qué otro papel ridículo, porque había habido unos extranjeros que habían robado 2 cámaras de fotos y una computadora y que podíamos ser narcotraficantes y no sé qué otro adjetivo más.

Ante tal hostilidad llamamos a Carlos, entramos con él, dejamos nuestras cosas en una habitación con dos camitas y aguardamos a que llegue la noche.

¿Cómo era la casa? Unas escaleras te adentraban en el patio, que estaba en el centro. Había un pedacito de tierra delimitado por piedras dedicado a los desechos orgánicos, unas cuerdas para colgar la ropa y un caminito que conducía hacia las habitaciones. Eran 3 habitaciones independientes. El baño y la cocina se compartían. La cocina muy amplia como si fuera un quincho, con una mesa larga de madera, para disfrutar de a muchos los almuerzos y cenas.

El baño es otro cantar. Uno que viene de una gran ciudad como Buenos Aires donde se arman debates acerca de la importancia de la higiene y donde se invierten fortunas para combinar el color de los azulejos con el del inodoro, tal vez choque un poco este tipo de baños, en los que hay que llenar un baldecito para tirar la cadena, el agua es fría, cuando te bañas puede entrar desde una lagartija hasta un rinoceronte porque la estructura es abierta y no hay bidet ni aromatizador con esencia de rosas.

A la noche se podía escuchar una orquesta de seres vivos. Ninguno se ve pero están allí, en sus casitas, comiendo, cortejando a la hembra, picando algún pie desprevenido. Es abrumador el sonido e impide que uno se sienta solo. En la Amazonía uno está todo el tiempo acompañado por millones de bichitos microscópicos. De repente se visualizaba a lo lejos una bandada de murciélagos y algún roedor osaba salir a conversar con un pariente, mirar la luna o apoderarse de un pedazo de queso abandonado en el piso.

Al día siguiente nos levantamos tempranito. A eso de las 7 de la matina el sol ya nos había despertado. Paramos un bus en la ruta que nos alcanzó hasta un sitio con unas pocas casitas de madera y un camino. Emprendimos la marcha por allí y al ratito nomás estábamos rodeados de verde, árboles frondosos, plantas que te besaban las piernas, insectos que se camuflaban, nidos colgando de las ramas, aves cantándonos al oído la melodía de la Madre Naturaleza. ¡Estábamos en la selva finalmente señores! ¡Qué sensación más linda!


Nuestras zapatillas Adidas y Olimpykus comenzaron a llenarse de barro, todas manchaditas. Es que la naturaleza no respeta a las multinacionales. ¡Y hace muy bien! Nosotros deberíamos hacer lo mismo.

De vez en cuando llovía y uno ya no distinguía cuánto de lo mojado era por el sudor y cuánto por la lluvia. Hermosa sensación: el agotamiento, calor, humedad y prurito coronados por el descenso, agarrándonos de las ramas, a una cascada bella, escondida entre las rocas y vegetación para que nadie la encuentre. Un tesoro que se nos abrió ante nuestros ojos desorbitados. Y no nos quedó otra que agradecer y nadar en esas aguas cristalinas. O descansar como lagartos en las rocas, absorbiendo los rayos de sol que se colaban entre las hojas.





La vuelta fue por un atajo, más tranquila y corta y al mirar hacia atrás era como si los millones de animalitos y plantas nos estuvieran despidiendo. El cielo nos esperó y una vez que estuvimos en el micro que nos devolvería a nuestro hospedaje, se largó a llover con todo, tal vez para recordarnos que la Naturaleza hace con nosotros lo que se le antoja y debemos respetarla porque es nuestra madre.



lunes, 14 de octubre de 2013

Todos recordarán este viernes en Ecuador


                Ecuador jugó solamente 2 de las 19 veces que se disputó un mundial de fútbol, en el 2002 y 2006. En esta última oportunidad clasificó a octavos de final venciendo a Polonia y Costa Rica, pero quedó afuera con Inglaterra.

                Actualmente “La Tricolor” está a un paso de acceder al mundial 2014 en Brasil. Si le gana a Uruguay aquí en Quito clasifica, sino deberá padecer un repechaje con Jordania.

                Casualmente hace 2 días se cumplieron los 193 años de la independencia de Guayaquil, pero el feriado correspondiente fue diferido por primera vez en la historia al viernes, es decir hoy, el día del partido. Una vez más patria y fútbol se confunden, es más, Reinaldo Rueda, el técnico de la selección, ya adquirió el status de prócer por más que no haya liberado ni a un gorrión enjaulado.



                Salí a la mañanita a caminar por las calles de Quito en la antesala del encuentro futbolero. Las calles estaban desiertas, los negocios cerrados, así que iba a ser imposible conseguir la tan preciada yerba para cebarme unos matienzos y entregarle a mi sangre la mateína que me pide.

                Los escasos transeúntes que encontré casi todos vestían con la casaca de la selección y de a poco comenzaban a agruparse en los bares. Se sentía una atmósfera de mucha expectativa, esperanza y ganas de festejar.

                ¿Jugará Simón Bolívar en la delantera o el DT optará por Felipe Caicedo, ya que el general no corre demasiado por culpa de su pulmón lastimado por la tuberculosis? ¿Convocará a Sucre para formar dupla central en la defensa con Jorge Guagua o el mariscal sigue lesionado después de la última batalla?

                                           Callecitas de Quito, casco viejo.

                El viaje me ha traído a estas tierras calientes, al centro del mundo y por lo tanto hincho por Ecuador, por los 3 colores primarios. No es que no quiera a nuestro vecino celeste, tierra de José Gervasio y Rubén Paz, pero la localía tira y la alegría que se está viviendo en estos pagos se contagia.

                Además, permítaseme dar una opinión deportiva, la forma de juego uruguaya ha dejado de ser hace bastante tiempo la garra charrúa para convertirse en intentos de asesinatos premeditados, fracturas expuestas y quejas constantes con el árbitro.

                Por la tarde  se largó a llover con todo. ¿Sería el presagio de que las cosas no iban a andar bien y que Ecuador iba a tener que seguir esperando para ver si puede participar del tan ansiado mundial?

                Con la negra nos tomamos un taxi para no mojarnos, que nos alcanzó hasta el barrio nuevo de Quito, donde están todos los bares juntos, hostales y karaokes. Nos metimos en el primer café que vimos y nos sentamos en una mesita bien cerca del televisor. El lugar estaba repleto y los comensales disfrazados de amarillo, azul y rojo, con gorros y banderas a tono.

                Las selecciones salieron a la cancha y cada uno de los que estaban en el bar saltaron de sus asientos y empezaron a alentar. Alguno que otro salía de vez en cuando a la calle a calmar la tensión con un cigarro. Otros apaciguaban la ansiedad con la comida: iban y venían las bandejas con alitas de pollo, yucas fritas, porciones de torta chocolatosa, vino caliente de promoción y cerveza.

                             Basílica de Quito en el parque García Moreno.


                El silencio se cortaba con un hilo mientras Valencia tomaba la pelota en el margen derecho de la cancha y se jugaba la individual ante el defensor uruguayo que veía cómo el rebote le volvía a quedar al volante ecuatoriano, quien envió un centro en diagonal buscando algún pie milagroso. La pelota caminó lo más campante por todo el área ante la mirada atónita, con ojos bien abiertos, de los que estábamos en el bar y de los sagueros celestes, y fue finalmente empujada contra la red por el pibe Jefferson Montero, hasta ese momento del encuentro el jugador más atrevido. ¡Y el delirio se desató en estas tierras!



                Luego hubo que esperar solamente, porque los jugadores uruguayos deambulaban por el campo de juego como si no se hubieran dado cuenta que estaban perdiendo y se quedaban afuera del mundial, por lo menos hasta el repechaje.
                Imagino a Obdulio Vargas, el negro jefe, aquel que dijo “los de afuera son de palo” y con esa frase se anticipó a lo que venía, “el Maracanazo”, sentado en un sillón mirando el partido y pensando quizás cómo el dinero le quitó el corazón a los jugadores actuales en este fútbol de negocios, como si fuera fatality de Kano en el Mortal Kombat I.

http://www.youtube.com/watch?v=K4KhU-GIPJY   (Ingresen a este link para ver un videíto de Kano)


                Hemos vivido un “hecho histórico” durante nuestra estadía en Quito. No me refiero a una revolución, independencia o mejora de salarios, sino a la clasificación de Ecuador a un mundial de fútbol por vez tercera. Las calles se empapelaron con el azul, rojo y amarillo, toda la noche hubo fiesta y la gente se olvidó por un rato de sus problemas.