viernes, 27 de septiembre de 2013

El vil metal



El dios dinero nos domina. Nos dice si podemos comer en este barcito o en el de más allá; si tenemos acceso al micro con asientos que se reclinan 180 grados, semicama o estamos obligados a cargarnos de paciencia haciendo dedo en la ruta. Nos indica si tenemos la posibilidad de seguir viajando por aquí y por allá, conociendo estas montañas y aquel mar, o debemos frenar en algún lugar y ponernos a laburar de camarero, barman o vendiendo trufas.
Lamento decir que el intercambio ha pasado de moda. “Dios es empleado en un mostrador, da para recibir” nos canta Charly García.
El ingreso a Ecuador significó un cambio de paradigma. La moneda que se maneja en este hermoso lugar es prestada por el país del norte, aquel que asegura nuestra “libertad” dentro de este sistema económico, Estados Unidos. Así es señores, volvimos a encontrarnos con el dólar, ese papel verdoso que ha provocado tantas guerras y martirios, que emociona a millones y a pesar de todo eso no deja de ser un simple papel.
Alguna vez en Argentina habíamos tenido una relación más estrecha con el Sr. Dólar, allá por los años 90, cuando nos comimos aquella película de ciencia ficción: nos creíamos Harrison Ford en “Blade Runner” y los niños jugaban con E. T. Pero hacía mucho que no nos encontrábamos con los verdes. Una leche entera en cajita pequeña cuesta 40 centavos de dólar aquí en Cuenca, el colectivo apenas 25 centavos, nuestra habitación doble 15 dólares, un paquete de galletitas oblea 80 centavos, un tour al Parque Nacional Cajas 40 billetes. Hubo que familiarizarse con la nueva guita.
El error que cometemos muchos es tratar de convertir el monto que gastamos a nuestra moneda natal, en nuestro caso el peso argentino. ¿Lo multiplicamos por 6 o por 10? Y entramos en una vorágine en la que nuestro pensamiento está gobernado por sumas, multiplicaciones, restas y más restas, por el vil metal que nos estresa e infarta.
Los incas tenían al sol y las montañas como dioses, nosotros ese papel arrugado y maloliente.
Es momento de que nuestras mentes cambien y reflexionemos sobre qué es lo verdaderamente importante. Si nos despertamos por la mañana y tenemos cerca alguien que queremos, podemos abrazarlo o darle un beso, es gratis. Si salimos a la calle y levantamos la mirada, allí están el cielo y el sol, 2 x 1. Que nuestro corazón lata y nuestros pulmones se llenen de aire con cada inspiración tampoco se cobra.
Ahondando un poco en el tema, en nuestro viaje nos hemos cruzado con muchísimas personas, todas ellas, claro está, atravesadas por el dinero, pero de distinta manera. Están los que se identifican con los “hippies” pero se ofenden a tal punto que dejan de hablarte cuando no les comprás sus miniaturas hechas de alambre o sus pulseritas. “Si no me comprás, no me servís” parecen querer decirnos con su actitud. Pero también hay mucha gente solidaria que te hospeda en su casa, sin pedirte nada a cambio, o te invita con un plato de comida por el gusto que implica cocinar para alguien o compartir lo que se tiene.
Estando aquí en Cuenca fuimos a un bar medio chetongo, La Parola, cerca del río, a preguntarle al dueño si podíamos compartir nuestra música. Había un escenario muy lindo y cómodo y un equipo de sonido que nos aseguraba el éxito.
El dueño nos propuso tocar ese mismo día martes, que corriéramos a buscar los instrumentos y comencemos con nuestro repertorio en ese preciso momento. A cambio nos daría un plato de comida para cada uno y 30 dólares.
Inmediatamente mi cabeza comenzó a menear la aceptación, todo mi cuerpo se transformó en un “sí” rotundo y mi mente ya estaba calculando que con esa plata íbamos a poder pagar 2 noches de hostel y que con la cena nos estábamos ahorrando mínimo 15 dólares. ¡Eso es llevar al capitalismo en la piel!
Mi compañera sintió que era todo muy apresurado, que no habíamos ensayado y que la idea no era hacer cualquier cosa por plata. ¡No somos un producto! Somos 2 músicos que intentamos tocar lo más lindo posible y lo hacemos porque nos gusta y nos hace bien.
Finalmente no nos subimos al escenario ese martes, pero lo hicimos al día siguiente en ese mismo lugar, en el marco de un festival de cantautores internacional, y no nos pagaron un centavo. Tampoco nos invitaron la cena, la cual costó 15 dólares como había calculado. Pero estuvo tan placentero que no nos importó. Es más, la música apareció, y fue hermosa…

                                          Parque Nacional Cajas, Cuenca, sur de Ecuador.




lunes, 23 de septiembre de 2013

Mare nostrum


                Después de casi 2 meses de viaje por diversos ecosistemas -la cordillera en Bolivia, el lago Titicaca y el valle sagrado inca- arribamos por fin al océano inmenso en Lima. Pero allí, tanta gente, tanta polución y tantos edificios, no daba para meterse.
                Recién en las playas del norte de Perú, y ya despidiéndonos de este hermoso país, nos sumergimos en el Pacífico. Dejamos las camperas, las zapatillas y los relojes, nos calzamos la malla y unas ojotas y corrimos por las callecitas de arena de Máncora hasta vislumbrar los médanos y más allá el mar inmortal.
                ¡Qué chapuzón el primero! Y los que siguieron ni les cuento. Nos secábamos al sol siguiendo las bondades de un clima que nos mantuvo calentitos y con el cielo siempre celeste.
                Septiembre en Máncora es ideal, porque está fuera de temporada. Por lo tanto no hay mucha gente, ni ruido. Es verdad que a la noche hay 4 bolichitos sobre la playa que se disputan a ver cuál pone más fuerte la música. Pero uno se aleja para que el tímpano no se lastime y resuelto el problema.
                Es que en esta playa en particular no existen los problemas. Las preguntas que uno se hace cuando se despierta a la mañana son: dónde va a desayunar, qué menú almorzará, en qué parte de la playa lo encontrará la merienda y si la cena va a ser con cerveza o bebida sin alcohol. Esos 4 son  los temas a resolver.
                Hubo varios momentos en este sitio, en los cuales me detuve y pensé para mis adentros, aunque lo hubiese gritado a los cuatro vientos: “¡No puedo ser más feliz!”. En Máncora si uno está viajando en pareja, no existen las peleas; si uno anda con piojos, milagrosamente dejan de picar; si uno se siente triste, para de sufrir. Y no es por la iglesia evangélica que había frente a nuestro hostel, sino porque el mar azul e inmenso, el sol radiante y el arroz con mariscos imposibilitan que uno esté deprimido, acomodan los neurotransmisores, son una fluoxetina natural.
                Sucumbimos en repetidas ocasiones al arroz con mariscos. Magistralmente condimentado, con cebollita, morroncito, palta y los protagonistas de la película: el calamar, los bracitos de cangrejo, los pulpitos, las conchas negras y los trozos de pescado fresco. También podías optar por la parihuela, una sopa con todos los bichitos anteriormente enumerados nadando en su propio jugo.
                Estuvimos en Máncora 8 días. Fueron unas vacaciones dentro de las vacaciones. ¡El hostel, un lujo! Y a sólo 40 soles. Teníamos baño privado con ducha fría (no hacía falta el agua caliente), una comodísima cama matrimonial y la máquina para distraer personas, una tele con montón de canales. Pude enriquecerme y poner a prueba mi intelecto con las interesantísimas discusiones futbolísticas del Pollo Vignolo y Marcelo Benedetto en Fox Sports. Y una vez más el pelo en el huevo, el granito en la cola, fue el Racing Club de mis amores. Lo escuché perder por radio Continental con Boca y Newells…
                Tuvimos además la oportunidad de mostrar nuestra música en un barcito sobre la avenida Piura. Cuando arribamos al lugar con nuestros instrumentos, luego de hacer propaganda en la playa, no había nadie. Solamente una pareja de gringos haciendo durar unas copas de vino. De a poquito fue llegando más gente a comer pero apenas aplaudían cuando terminábamos de dejar el alma en una canción. Por suerte se hicieron presentes dos parejas de amigos argentinos y comenzó la fiesta con Eulogia Tapia en la Poma, Cosechero y las chacareras.
                Esa noche de música se estaba iniciando la primavera en este mundo cíclico de calor, caída de hojas, frío y nuevamente flores. Al día siguiente era el turno de subirnos nuevamente a un micro y dejar atrás Máncora. ¡Qué tarea difícil! Habíamos encontrado uno de los tantos lugares en el mundo, donde nos quedaríamos varias estaciones.
                Pero el afán por seguir conociendo nos hizo subir los tres escalones del bus y partir a cruzar otra frontera. Ecuador nos recibió dormidos a las 2 de la mañana, pero el milico de la aduana a gritos se encargó de traernos de vuelta del mundo de los sueños.
                Agradecido estamos Perú por todo lo que nos brindaste. Tenemos la certeza que Ecuador será sorprendente y generoso al compartir con nosotros toda su belleza natural… no como el milico de la aduana.

martes, 17 de septiembre de 2013

Ojo con la tanga


            La música caracteriza un viaje, lo hace único. Así uno espera ver en Bolivia a la gente bailando la saya o el caporal y escuchar en Perú los alegres huaynos y dulces cuecas.
            Resuena en mi cabeza esa primera frase de aquella canción que nos persiguió a lo largo de nuestro recorrido: “¿Quién se la quiere poner… a la tanga?”


            Estábamos en Arequipa cuando la escuchamos por primera vez, festejando el aniversario de la ciudad, sus 473 años. Hicimos una ronda, donde circulaba el pisco con sprite, y al que bailaba en el medio le cantábamos a los gritos: “¿Quién se la quiere poner… a la tanga?” No importara que fuese hombre o mujer. Alguno más atrevido que otro osaba mostrar su ropa interior levantándose un poco la camisa o el vestido.
Se preguntarán qué tienen que ver los festejos por la ciudad de Arequipa con la tanga. No lo sé. Pero lo pegadizo de la música y la simpleza de la letra nos hacía volver locos a todos, una efervescencia fluía por nuestros cuerpos que se dejaban llevar por el ritmo repetitivo. En la repetición está la clave. Somos seres que buscamos la repetición y cuando la encontramos, la hacemos propia. Nos sentimos seguros si sabemos lo que viene. Y eran los mismos acordes, la misma frase sin sentido. ¿Quién se la quiere poner? Pero si yo no uso tanga, eso no importaba.
En Cusco unos amigos se hacían el mango laburando en un boliche para poder seguir viaje, y allí íbamos por las noches a mover un poco el esqueleto. Recuerdo esa otra canción que nos conmovió hasta el hartazgo: “¡Soy soltera y hago lo que quiero!” Otra frase apelando a la independencia de la mujer, ya no a su ropa interior, sino a todo su ser.

http://www.youtube.com/watch?v=oyXoj_ZKY-U

Las mujeres en la disco se contorneaban y se señalaban a ellas mismas con el dedo índice: “¡Soy soltera y hago lo que quiero!”. Los hombres por su parte, no sabían cómo comportarse, porque mientras duraba la canción, todas danzaban y se mostraban como solteras.
A continuación venía el interrogante: “¿Hay algún soltero?”. Y la respuesta, instantánea como el café, no se hacía esperar: “¡Aquí, aquí! En la confusión dos se miraban a los ojos y se enamoraban; algún otro intentaba acercarse a una morocha esbelta que descontrolada entonaba los versos de la canción y recibía a cambio una trompada del novio que urgente regresaba de comprar un par de cervezas en la barra.
Además el soltero no hace lo que quiere. Quizás los de más pinta y mejor pilcha sí, pero la gran mayoría se vuelve estudioso del arte del chamuyo. ¡Y le mete garra! Recorre el salón buscando alguna dama que le responda el piropo, que le devuelva la mirada. Y se convierte en proletario del amor.
Alguno que no se encuentra cómodo encarando a través de la palabra, le pone fichas a sus pies e intenta moverlos con ritmo. Se puede ser feo como vino de cartón pero si uno sabe bailar aumentan las posibilidades de terminar acompañado.
En Máncora, al norte de Perú, caminábamos rumbo al mar bajo el sol radiante, cuando nos volvió a quitar la tranquilidad una música que aturdía y que provenía de un puestito donde se vendían jugos y frutas tropicales. Al sentir la primera nota supliqué: ¡Que sea una canción popular peruana, algo de su folklore, una guitarra sonando solitaria, el cuero de un timbal retumbando o una nota aguda entonada con afinación! Pero aquello era mucho pedir. Desde las tinieblas surgió una nueva frase inmortal, que se apoderó de mi cerebro a tal punto que no dejé de tararearla por los días de los días: “¡Cómo me gusta la noche! ¡Cómo me gusta la noche!”.


Y aunque eran las 11 de la mañana y el sol nos miraba celoso desde el cielo, estábamos en trance y no parábamos de elogiar a la noche. Nos habíamos convertido en una secta estrafalaria y la noche en la diosa a la que le rendíamos pleitesía.
Por todo lo dicho y en conclusión: la música es la encargada de volver a un momento único. En consecuencia, cuando uno quiere extraer de la cajita de los recuerdos algún paisaje por el que anduvo, utiliza las melodías que escuchó en ese instante para que la tarea sea más simple.
 A tal punto la música es importante que la soltera que hace lo que quiere, se pone la tanga y le gusta la noche, ya es una compañera de viaje más.