¡Qué seres más adaptables somos!
Es que hay que sobrevivir diría Darwin. Hace ya casi 2 meses que regresamos a tierra rioplatense, al
asado, al fóbal, al mate todas las mañanas y al “che” que pasa desapercibido.
Fue un mes que pareció varios meses: buscar un lugar donde vivir, volver al trabajo
y reencontrarnos con la banda, los viejos y los pacientes.
Tenemos todavía el recuerdo a
flor de piel de esa naturaleza brava, bella, bellísima. Aquel lago azul que une
a Bolivia, Perú y los extraterrestres; la selva, los apus, el río Urubamba y la
ciudad sagrada –creación de los hombres y de los dioses- del Cusco incaico y
nunca español; los volcanes ecuatorianos que cuando quieren erupcionan sin
pedirle permiso a nadie; el azul del mar de Barú que se fusiona con el cielo;
la presencia de vida en cada milímetro del Tayrona, desde el mosquito molesto y
las coloridas mariposas con pasado de gusano, hasta los monitos simpáticos que
parecen reírse de los visitantes; el olor a cacao que impregna el norte
venezolano y sus paradisíacas playas; el desierto de Coro, el nacimiento de la
cordillera de los Andes en Mérida y el océano transparente que rodea a la más
linda y revolucionaria de las islas, Cuba.
Descanso, en el camino que va desde la puerta
del Sol a la ciudad sagrada de Machu Picchu.
Machu Picchu, Cusco.
Isla Barú, Cartagena de Indias, de día.
De noche.
Continuamos con el corazón
hinchado de tanto cariño recibido durante la travesía. El que nos brindó
nuestra familia paisa a través de sus arepas, el de nuestras madres cubanas de
Vedado, los maracuchos de couchsurfing, el grupo de teatro Madeja, la casa de
la Abuela cusqueña, la Camio de Viaje con el Iche –su artista invitado-, los
krishna Ceci y Silvo y varios personajes más.
Pensaba estas cosas mientras
viajaba rumbo al laburo en el 127. El colectivo estaba atestado de gente con cara larga,
somnolienta, inmóvil. Los bostezos eran la única evidencia de que estaban
vivos. El conductor tenía encendida la radio, y se podía escuchar uno de esos
típicos programas informativos de la mañana que estaba anunciando todas "las
desgracias" que ocurren en el país cuando de repente, sonó una canción que bailábamos
con Miri y Martica en aquel sucucho de la avenida 23 en la Habana y
automáticamente me invadió una sensación de alegría desde los pies hasta la
capocha y no dejé de sonreir durante toda la mañana.
El viaje de 6 meses que hicimos
por nuestro continente latinoamericano nos movilizó, modificó y quedó grabado en
nuestro cerebro, retina y piel. Por eso, hoy más que nunca, no entendemos el
por qué de las fronteras, si tenemos tantas cosas en común, una misma historia.
Por eso también, nos entristece
ver la violencia en Venezuela, y que los medios de (in) comunicación hagan tan
mal manejo de la información, para favorecer ciertos intereses.
¡Seguimos viajando! Con la
mente, con el corazón, con los recuerdos, desde nuestro actual lugar en el
mundo, en el barrio porteño de Villa Urquiza, que indudablemente tiene algo del
Vedado cubano, del Envigado paisa, del barrio Salamanca en Lima y del Sopocachi
paceño. Así como la avenida Constituyentes nos recuerda a la Colón quiteña o a
la avenida Delicias –la número 15 si mal no recuerdo- de Maracaibo, o las
amadas 23 y Línea de la Habana.
Seguimos viajando cuando
recibimos noticias del teatro Malayerba, del bar la Esencia en Cusco, de la
Casa de Café caleña, del grupo de teatro Madeja, de nuestros colegas músicos de
Kuska, de nuestra amiga maracucha cinéfila que se viene al Bafici nomás y de
nuestro hermano paisa que se recibió de psicólogo luego de encerrarse unos
meses en una quinta en Guarnes para concluir la tesis.
Calles de Cali, yendo a la casa de Café.
Avenida Delicias, Maracaibo, bajo el sol quemante y los
40 grados de temperatura.
En fin, estaremos aquí hasta que
toque levar anclas y zarpar de nuevo, en la bella –para que no se ponga celosa-,
artística y convulsionada Buenos Aires. Con la parrilla en la terraza, la pava
con agua caliente, el mate con yerba nuevita y el bandoneón sonando en la
radio.